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Si alguno de los que leen esto ha buscado piso alguna vez, tendrá que reconocer que los buscadores de pisos no suelen ser muy considerados con aquellos que les precedieron. En cuanto el agente inmobiliario abre la puerta y los extraños se dirigen a abrir los armarios, los antiguos inquilinos, tanto si se han mudado a Dakota del Sur como si están allí nerviosos en el pasillo, dejan de ser relevantes. Yo he pasado junto a los niños pequeños, seguramente encantadores, de otras personas, y en lo único que me he fijado ha sido en el estado de la moqueta sobre la que jugaban y en el insuficiente tamaño del armario en el que guardaban los juguetes. También me he visto en el otro lado, invisible para los extraños que planeaban desmantelar mi casa, examinando sin piedad las estanterías con la clara intención de quitarlas u horrorizados con el color verde del que yo estaba tan orgullosa. Hay poca delicadeza en la búsqueda de piso. La vida anterior del apartamento es superflua. Pero incluso del más desesperado, del más ávido buscador de apartamentos se esperaría que pusiera algún reparo cuando esa propiedad salió al mercado no a causa de un nuevo empleo en Memphis ni por la inesperada llegada de trillizos, sino por un suicidio que había tenido lugar en el salón. Por muy baja que fuera la renta y por muy difícil que estuviera el mercado, la decisión de Polly de alquilar el apartamento 4F podría considerarse poco delicada.
Sin embargo, lo que para usted o para mí podría ser imposible, para Polly era inevitable, y he de reconocer que me cae aún mejor por esa razón. Se había abandonado a un cachorro, se había abandonado un apartamento, se había desperdiciado toda una vida. Pero mientras ella nada podía hacer por esa vida, por el perro podía hacer mucho. El perro estaba ahí y la necesitaba. El apartamento estaba ahí y, por extensión, Polly creía que también la necesitaba. Polly había oído el llanto, y siempre que Polly oía un llanto, y a veces incluso cuando no lo oía, Polly respondía.
Y por eso, en cuanto las calles se vieron libres de nieve, se retiraron las cosas del muerto, vinieron unos hombres en mono de trabajo a llevarse el olor de la muerte, pintaron el apartamento de un fresco color blanco mate y pulieron el suelo con poliuretano. Polly limpió la bañera ella misma, y dos semanas después de haber visto el apartamento por primera vez alquiló una camioneta, en la que cargó las escasas pertenencias que tenía en casa de Chris, y se fue a Ikea con Geneva, su mejor amiga, donde compraron una sala de estar, un dormitorio, un juego de platos, vasos y cubiertos, una cazuela, dos sartenes y una tetera.
– Todo de una vez y en la misma tienda -dijo Polly a Geneva cuando aparcaban junto al nuevo edificio. Geneva se subió a la parte de atrás y empezó a pasar cajas a Polly, quien a continuación tenía que levantarlas por encima de los altos montículos de nieve y bajarlas por el otro lado hasta el estrecho sendero lleno de baches abierto en la acera.
El día de la mudanza de Polly, Jody y Beatrice caminaban por esa misma acera. El suelo estaba resbaladizo y Jody iba con la cabeza agachada, concentrada en cada paso que daba mientras Beatrice tiraba de ella. La perra iba meneando la cola con la rapidez y la fuerza de un látigo. Beatrice era muy fuerte, pensó Jody con orgullo. Increíblemente fuerte, como un atleta. Incluso con su grueso jersey rosa. A lo mejor era eso lo que llevaba a algunas personas a entrenar a pit bulls para pelear, su belleza y su gracilidad atlética.
Jody negó con la cabeza. A veces su connatural benevolencia le irritaba incluso a ella.
– Perdona -dijo alguien con voz fuerte.
Jody alzó la cabeza y vio a una joven guapa y menuda que llevaba un bonito abrigo con capucha ribeteada de piel que empujaba una caja por encima de un montón de nieve.
– Lo siento -se disculpó Jody, procurando tirar de Beatrice hacia un lado-. Estamos obstruyendo la acera.
– No, en realidad quería preguntarte si tienes un buen veterinario, un veterinario que te guste.
Jody se quedó pensativa. ¿Le gustaba su veterinario? Era majo. Se autopromocionaba, pero era amable y estaba al día de su profesión. Le dio a la mujer el nombre de su veterinario y la miró mientras volvía a dejar la caja en la acera y guardaba la información en su agenda electrónica.
– Tengo un cachorro desde hace unos días -explicó la chica, que se presentó como Polly.
Qué tono de voz más imperativo tenía Polly. Jody se quedó impresionada. Y qué botas tan bonitas.
– Enhorabuena -dijo.
Jody creyó oír una voz más quejumbrosa, menos dominante, que pedía ayuda desde el interior de la camioneta. Se volvió hacia ésta, pero Polly no prestó atención, así que pensó que debía de haberse equivocado. Polly se puso en cuclillas en la nieve y acercó la cara al hocico de Beatrice, lo que hizo que a Jody le cayera bien aquella chica. Beatrice le lamió la mejilla, le olisqueó los bolsillos y se quedó allí estoicamente en el doloroso y cortante frío.
– Me vengo a vivir aquí -anunció Polly en cuanto se puso de pie-. Hoy. Había un cachorro en el apartamento. Lo encontré en un armario. -Inconscientemente ahuecó la mano y la alargó como si estuviera mostrando el cachorrillo a su vecina.
– ¡Salgamos del armario a la calle! -gritó Jody sin que viniera al caso. Había visto un documental sobre Stonewall en la televisión la noche anterior-. ¿O es demasiado pequeño para salir a la calle? -añadió en un tono más serio.
– Pues la verdad es que no sé qué tiempo tiene exactamente. Mi hermano lo llevó a la Sociedad Protectora de Animales y le dijeron que debía de tener unas seis semanas. Y le pusieron una inyección. Pero no sé qué darle de comer. Busqué en Internet y llamé a una tienda de animales y…, pero si hay un veterinario por aquí cerca, sería mejor…
Aquella voz tan autoritaria no acababa de cuadrar con las indecisas palabras, parecía una voz de otra época: la de una chica de una película de los años treinta, una vividora o una reportera. Tenía también una sonrisa tímida, que de alguna manera acrecentaba su sorprendente atractivo. Jody se mostró de acuerdo en que tener un veterinario cerca era una cosa buena. A Jody no le cabía la menor duda de que Polly era la clase de chica con quien se quiere, a ser posible, estar de acuerdo. Para Jody, que, según la visión que tenía de sí misma como de una solterona, pensaba que los demás debían de considerarla endurecida más que fuerte, y patética más que vulnerable, Polly era algo sorprendente.
– Vale, de acuerdo -dijo Polly.
– Buena suerte con el cachorro -le deseó Jody al tiempo que ella y Beatrice se apretujaban para pasar por el sendero de nieve.
– ¡El hombre del apartamento se ahorcó! -voceó Polly volviéndose hacia ella.
Jody se detuvo. ¿Que el hombre del apartamento se había ahorcado? Algo había oído acerca de eso el día del temporal. Había una ambulancia y un grupo de mirones cuando regresó a casa de su paseo con Beatrice. Esa chica se mudaba al apartamento de un muerto. Se preguntó si habría muerto alguien en su piso antes de que ella se instalara en él hacía ya años. Nunca se le había ocurrido semejante idea; no obstante el edificio tenía cerca de cien años y era bastante posible. Miró al otro lado de la calle, al portal de su casa, que apenas se veía con los montones de nieve.
– ¡Caray! -exclamó.
Pero no era asunto suyo y Beatrice había empezado a tiritar. Hizo un gesto con la mano, en señal de que la visita había terminado, y se marchó.
Y además me ha dejado mi novio, quiso gritar Polly a la silueta que se alejaba, como si los dos hechos estuvieran relacionados o fueran comparables. Suspiró y regresó a la camioneta a ayudar a Geneva, que se estaba helando y no mostró el menor interés en la nueva vecina de Polly ni en su enorme perro blanco con su jersey trenzado de color rosa.
– Todo ese asunto del apartamento es macabro -le dijo Geneva-. Y un mal karma total.
– Pero es mi karma.
Sus padres habían llamado y le habían prohibido que cogiera ese apartamento.
– Hay tantos apartamentos en Nueva York, Polly.
– Pero no tienen cachorros abandonados -explicó Polly con toda la calma de que fue capaz.
George estaba arriba con el cachorro, y Polly, toda orgullosa, llamó por el nuevo interfono junto al que aparecía su nombre escrito en un trozo de cinta adhesiva colocada sobre el nombre del fallecido.
George estaba esperándolas en el piso vacío, sentado en el suelo, acariciando al cachorrillo dormido. Era una suave bolita de cachorrillo, del color de la miel, con las patitas blancas y una oreja blanca también. Él se había encargado de llevar al perro a la Sociedad Protectora para ver qué inyecciones necesitaba, y el veterinario le dijo que el animal tenía unas seis semanas, demasiado pequeño para haber sido separado de su madre. George lo estrechó contra su corazón todo lo que pudo, preguntándose si eso le consolaría. El timbre les sobresaltó a los dos.
En el ascensor, un hombre de mediana edad miró a George con recelo.
– Mi hermana viene a vivir al 4F -dijo George, alargando la mano-. Me llamo George.
– ¿Al 4F? -El hombre arrugó el ceño-. Pero…
– Sí, ya sé -respondió George. Como el hombre no hizo ademán de estrecharle la mano, George la retiró-. Las agencias inmobiliarias -añadió, en un tímido intento de defender a su hermana-. Y se encontró con este perro en el piso. -Y alzó al cachorrillo, al que había estado sosteniendo, apoyado en la cintura, con la otra mano.
– ¡Santo Dios! -exclamó el hombre-. Así que había un perro.
Aquel hombre estaba empezando a caerle mal a George.
– Mi hermana se llama Polly -dijo, en una última tentativa de comportarse con educación-. Ahí está. -Las puertas del ascensor se habían abierto y pudieron ver a Polly, tambaleándose con sus botas de tacón alto, deslizando una caja grande arriba y luego abajo del enorme banco de nieve en dirección a la entrada del edificio.
El antipático hombre sujetó la puerta para que entrara Polly e inclinó ligeramente la cabeza.
– 5D -dijo, y se marchó.
Polly apenas reparó en él. No conocía a ningún vecino del edificio en que vivía Chris, y de todos modos estaba más interesada en el cachorro, al que cogió de brazos de George, y en el vestíbulo del nuevo edificio.
– ¡Howdy! -saludó con dulzura, que era el nombre que le había puesto.
«¿Por qué no le llamas simplemente Hola?», había dicho su padre.
– ¡Mira! -exclamó Polly, fijándose en la mesita del vestíbulo-. ¡Sorpresas! -Alguien había dejado un video-juego obsoleto y un rodillo de cocina con mangos colorados. Cogió el rodillo. Podría hacer una empanada, o darle a alguien en la cabeza con él, como las esposas de los dibujos animados. Luego lo dejó donde estaba.
– No quiero parecer avariciosa en mi primer día.
Polly era la editora de una revista de decoración y reformas del hogar, un trabajo que le encantaba y que conservaba, estaba segura, por la formación en latín que había recibido en el instituto. Y aunque la revista era exclusivamente de decoración de interiores, le interesaban mucho más las oraciones subordinadas que los papeles pintados o los tratamientos para las ventanas. Cuando, con la ayuda de George y Geneva, abrieron las cajas y montaron los muebles, el apartamento reflejaba muy bien los prejuicios de Polly. Vacío, más que minimalista; colores apagados, más que serenos, daba la sensación de un dormitorio nuevo y limpio, y Polly estaba eufórica.
Aquella noche, cuando George y Geneva se marcharon, Polly metió en el frigorífico los pringosos recipientes de comida para llevar y se sentó en el sofá nuevo de su nuevo apartamento. Se puso a mirar cómo retozaba el cachorro por el suelo de madera. Cómo meaba unos centímetros fuera del periódico que había puesto para él. Cuando limpió el charquito, le tiró una hamburguesa de goma de esas que chillan, luego observó cómo golpeaba una pelota de tenis con sus grandes patas mientras pensaba en el anterior inquilino del apartamento. Era como si nunca hubiera existido. Polly decidió que debería disponer una especie de altar en su memoria. Encendió una de sus velas nuevas de Ikea y la puso en la ventana.
– Fue la química, ¿vale? -le dijo al cachorro-. Algunas veces no se puede hacer nada. Pensó en el enorme cartel amarillo de la calle Setenta y dos, pintado en lo alto del lateral de un edificio: LA DEPRESIÓN ES UN FALLO EN LA QUÍMICA, NO UN FALLO DE CARÁCTER.
Howdy le mordisqueaba un calcetín con sus pequeños y afilados dientes.
– Estoy segura de que fue algo químico -repitió-. O genético. -Pero aun así tenía una vaga sensación de responsabilidad que le resultaba muy familiar.
– Yo cuidaré de ti -le dijo al cachorro.
Si George hubiera estado allí, la habría tildado de melodramática. La mayoría de las cosas, habría añadido, se resuelven por sí solas.
– Eres el único que me entiende -afirmó Polly, dirigiéndose al cachorro. Estaba tumbada en el suelo mientras Howdy jugaba con su pelo, y meditaba. ¿Qué estaría haciendo Chris en aquel momento? ¿Estaría sentado en el sofá, comprobando en el portátil cómo iba su equipo de fútbol favorito, con el televisor encendido y una cerveza a mano? La novia usurpadora estaría a su lado con su propio portátil. Era injusto que Polly se hubiera enamorado de un hombre tan superficial. Se dijo a sí misma, en todo caso, que Chris era superficial, y sospechaba que era verdad. Pero qué poco le había importado eso durante los años que habían estado juntos, y curiosamente le importaba aún menos ahora que ya no estaba con él. Le había querido y le añoraba. Puede que fuera más plano que una figura de cartón, eso no cambiaba nada, y menos cuando ya se encontraba fuera de su alcance. Polly dejó escapar un pequeño sollozo. Se puso boca abajo, hundió la cara entre los brazos y lloró, un poco con la esperanza de que el perro percibiera su tristeza y acercara el suave hocico a sus mejillas humedecidas para consolarla. Polly esperó, e incluso se permitió emitir un gemido de desesperación más alto de lo normal, el cual sonó tan triste que al instante empezó a sollozar de verdad sin poder controlarse. Howdy siguió jugando, ajeno a su dolor, y Polly, cuando se hubo quedado sin lágrimas, se incorporó, avergonzada, se lavó la cara y se consoló como pudo con los restos de una empanadilla.
Poco antes, Doris y Simon, que se disponían a salir del Go Go Grill al mismo tiempo, se detuvieron un momento a mirar por la enorme ventana del restaurante la camioneta que bloqueaba la calle. A Doris, molesta porque el hombre del estúpido gorro de lana estuviera allí otra vez, no le gustó la pinta de aquella camioneta ni tampoco las muchas cajas de escasa altura de Ikea.
– ¡Jóvenes! -exclamó con acritud. E inmigrantes, pensó, pero eso se lo guardó para ella. Ellos eran los que compraban en Ikea, y tanto los jóvenes como los inmigrantes eran dados a ensuciar las calles y a ir en el coche con la música a todo volumen.
– Debe de tratarse del apartamento del suicidio -apuntó Simon. Él también había visto la ambulancia y la camilla durante el temporal-. Eso sí que ha sido rápido.
Jamie se les acercó por detrás.
– Esa prisa me parece de muy mal gusto.
– Se ahorcó -saltó Doris-. Me lo ha dicho el conserje del 213.
– Dos dormitorios -dijo Jamie, y meneó la cabeza con aire triste, señalando con una mano a unos guapos camareros que tomaban el almuerzo sentados a una mesa.
– El hombre gastaba mal genio y tenía la casa peor que los hermanos Collyer, eso es lo que he oído -continuó Doris.
– Yo no podría vivir ahí, te lo aseguro. Demasiado macabro -intervino Simon-. Y, además, no hay ningún jardín… -Hizo una pausa y se quedó pensando-. ¿Verdad?
Doris le lanzó una mirada de desaprobación.
– Bueno… -murmuró Simon, luego abrió la puerta y desapareció calle abajo.
– Esperemos que reciclen todas esas cajas -dijo Doris, señalando la camioneta con un gesto de la cabeza, y salió también del restaurante.
Jamie suspiró y volvió a la mesa de ex novios, sus empleados, vestidos con pantalón negro y camisa blanca, y les sirvió más vino.
Aquella noche George recorrió a pie el trayecto entre el metro y Mott Street para ir al trabajo. Durante un tiempo condujo un taxi por las noches. Pero luego encontró este empleo de camarero a través de un amigo. No era un buen restaurante, caro, pretencioso, con una decoración demasiado a la última y que, a ojos de George, desentonaba en aquella zona marginada en otro tiempo, pero tenía la ventaja de estar a tres manzanas de su apartamento. En ocasiones el trabajo era frenético y agobiante, un vertiginoso traqueteo de clientes y especialidades del día y platos sucios. Pero luego venían momentos de tranquilidad, y él empezaba a soñar despierto. Soñaba despierto en casa también. Era consciente de que tenía que dejar de soñar despierto y utilizar su tiempo libre en algo más productivo. Pero cuando estaba en casa sin soñar despierto se dedicaba a jugar en el ordenador o a ver películas o a escuchar música en su iPod.
De soñar despierto pasaba a pensar en su hermana. ¿Qué debería hacer con Polly? No solía preocuparse por ella. Lo de preocuparse era cosa de ella. Lo mío es soñar despierto, pensó con desagrado. Había dejado a Polly sentada en su sofá nuevo, agotada pero con casi todas sus cosas fuera de las cajas, y aparentemente orgullosa de su nueva casa. George no podía imaginarse viviendo allí. ¿Para qué necesitaba ella dos dormitorios? Si apenas tenía muebles para el salón y un dormitorio. En el otro dormitorio estaban apiladas las pocas cajas que no habían llegado a abrir. ¿Y cómo podía alguien mudarse a un piso que hacía tan poco tiempo había sido el escenario de un suicidio? Él no era supersticioso, pero le parecía malsano. Por otra parte, era evidente que Polly se sentía muy desgraciada en aquellos momentos. A él no le parecía muy saludable para su deprimida hermana mudarse al piso de un hombre deprimido que se había ahorcado. Pero Polly nunca le escuchaba. Polly nunca escuchaba a nadie.
George también estaba disgustado con la separación de Polly y Chris. Por el bien de Polly había tratado de quitar importancia al asunto, pero la verdad era que Chris le caía bien. No era el hombre más fascinante del planeta, a veces era un poco entrometido, y aunque su trabajo como registrador auxiliar de la propiedad inmobiliaria era lo más aburrido que George podía imaginar, él hablaba de ello constantemente. Pero a Chris también le gustaba ir de marcha, y George se le unía a menudo. Iban a clubes y bares, y bebían, flirteaban y bailaban. Polly les acompañaba con frecuencia, pero empezó a flaquear y la mayoría de las veces tenía que irse a casa. Cuando George y Chris se cansaban, se arrellanaban en el reservado de algún antro y bebían cerveza en silencio. Eran esos momentos típicos de las amistades masculinas. ¿Tendría George que renunciar a esas salidas nocturnas con Chris ahora que él y su hermana habían roto? Por supuesto que sí, pensó George con disgusto, y en aquel momento estaba seguro de que sentía la pérdida de Chris tanto como Polly.
– ¿Y a ti qué te pasa? -preguntó la relaciones públicas del restaurante. Se llamaba Alexandra, tendría más o menos su edad, le reprendía a la menor oportunidad y había tratado dos veces de que le despidieran. En ambas ocasiones él había conseguido librarse del paro, pero por los pelos.
– Nada -respondió. Estaba apoyado contra la barra. Rápidamente prestó atención y empezó a mover la cabeza para ver quiénes estaban esperando para pedir la cena, para que se la sirvieran o para pagarla.
– ¡Por favor! -dijo ella.
– ¿Por qué estás siempre encima de mí?
Señaló a un hombre y a una mujer que estaban sentados cerca de la ventana.
– Te has olvidado de pasar la nota de lo que han pedido. -A continuación señaló a seis gays sentados a una mesa redonda que reían escandalosamente-. No les has ofrecido otra ronda de bebidas, George. Así es como se gana dinero.
George notó que le afluía la sangre a las mejillas. Estaba furioso y avergonzado.
– Se te ha caído el puré de puerros y…
… y he escupido en el estofado de cordero, pero eso no lo has visto.
– Lo siento -se disculpó.
Alexandra soltó un bufido.
– ¿Qué estás haciendo aquí? -quiso saber.
Y George tuvo que preguntarse, y no era la primera vez, exactamente lo mismo.
– ¡George! ¡Espabila! -Le dio en la cabeza con su bolígrafo y se fue con paso airado.
George se acordó de una niña de segundo curso que solía perseguirle por el patio del recreo para pegarle con un lapicero y tratar de besarle después. Se pasó lo que le quedaba de turno convenciéndose de que podría denunciar a Alexandra por acoso sexual. Para cuando terminó la noche había desistido.