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Sin embargo -tal como advirtió Raymond Harris antes de quedarse así, adormilado y de espaldas a él-, aquella villa tan defendible desde tantos aspectos no lo sería por nadie más allá de sus últimas casas, por ninguno de los aristócratas montevideanos ni por los comerciantes convertidos en políticos, gente empobrecida y golpeada entre el océano y las llanuras interminables.
– Verá usted la forma pintoresca en que esta ciudad será vendida al mejor postor a la menor oportunidad… -dijo de pronto el inglés, girándose en el catre para verlo mejor-. Tal vez hoy o mañana o dentro de dos centurias. No importa cuándo. El postor se abre paso sutilmente… eternamente… entre las intrigas, como corresponde, afanado por alzarse con el santo y la limosna.
Martín Zamora entendió lo que decía, pero no respondió. Entre otras cosas porque la puerta se había abierto sin ruidos y el guardia había dejado sobre la mesa un pequeño plato de latón abrumado por el tizne.
En voz baja, el soldado le dijo antes de irse:
– Coma, don Zamora. En un rato vendrán a interrogarlo.
Tenía la comida ante sí, pero no se atrevía a comer. Sólo a él le habían servido.
– Coma, don Zamora. Y que le haga buen provecho… -dijo Raymond Harris burlón, apagándose en la penumbra.