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30 de diciembre
En varias ocasiones Martín Zamora le comentó Raymond Harris que el general Gómez le resultaba un hombre conmovedor: un arrebatado irracional en la eterna carga de temer por la suerte de su gente, solitario que parecía buscar secretamente morir al principio y no al final de las batallas, con la finalidad le evitarse humillaciones y ahorrar sufrimientos a sus hombres. Martín Zamora contó que él había visto llegar al capitán Maroto con la noticia de que los sitiadores estaban en plena tarea de construir una batería en Bella Vista, una zona rodeada de tunas, situada en la cumbre de la cuchilla extendida al norte del pueblo, que él había observado al General no titubear un segundo al dar la orden crucial al mayor Larravide en el patio de la Comandancia, tal vez porque era consiente de que ya nadie aceptaba una sola sombra más de duda: los defensores debían empezar la batalla.
– Mañana, en cuanto raye el día -ordenó-, me desaloja al enemigo.
La expresión del mayor fue la misma que le veló el rostro a Martín Zamora, un indefenso estupor que le hizo levantar las cejas bajo la luna y pedir una instrucción:
– Ordene el General cómo y de qué manera podemos hacerlo.
– Nada. Reserve el miedo para ellos y la rabia para nosotros. Lo hará a cañonazos. No quiero que salga ninguna tropa fuera de trincheras. ¿De acuerdo, mayor?
– Sí, señor.
Luego, sin ningún miramiento, el General tosió con potencia y escupió como un viento su fuego rojo de tuberculosis en el suelo, como si le importara un carajo que se preguntasen si era realmente posible que alguien que se sabe apenas con dos cañones de mierda apostados en la plaza, pudiese ordenar con la mayor soltura lo que acababa de ordenar.