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30 de diciembre

Escribió Martín Zamora: “He sabido algo terrible y lo diré, pues tal vez sean estas las últimas palabras que escriba. Mientras lo hago, ha terminado este rincón del mundo por quedar encerrado en un anillo perfecto de hombres, barcos y cañones. Si quieren que nos desmoralicemos, pues están cagaos. Como ha dicho el general Leandro Gómez, venceremos o moriremos. Más bien lo último que lo primero, pues ahora sí que la soledad es tan perfecta como la muerte y nadie vendrá del mundo exterior para evitarlo.

‘No me pregunte por la fuente de información’, le ha dicho Raymond Harris una hora atrás, con la boca blanca por la sed, rendido de andar por su cuenta fuera de la ciudad, antes de decirme que ahora sí se sabe, definitivamente, que no vendrá el mariscal López con sus treinta y cinco mil paraguayos. Que ese soberbio fantasma se ha ido aun más lejos de nosotros, a endulzarse con el Matto Grosso y dejando nuestra urgencia para más tarde, seguramente para cuando ya no lo sea.

Pero lo peor es que tampoco cruzará el río el general Justo José de Urquiza con sus quince mil jinetes, pues para quitarlo de en medio el inglés Harris afirma que ha bastado con un brasileño solo, el marqués de Erval, don Manuel Osorio, el jefe de la caballería de João Propicio.

Dice Harris que el Marqués cruzó el río Uruguay en la noche de Navidad con uniforme de gala y acompañado de dos asistentes por toda protección. Que en apenas un día llegó de madrugada al Palacio San José de Entre Ríos, para abrazar con antiguo afecto al caudillo argentino, luego de sorprenderlo en las caballerizas inspeccionando sus seis caballos de tremenda alzada, tomando en su mate de plata y oro y acompañándose de un indio anciano que le servía en silencio con una pava caliente en la mano.

Con mucho recelo le pregunté al inglés Harris que si no era a través del mismo marqués que se había enterado de tanto detalle, por lo menos, si es que deseaba que le creyese, tenía que inquietarse y aceptar que había estado con uno de los asistentes que le sirvieron de escolta. Pero él insistió en la reticencia: ‘¿Quién soy yo para inquietarme, Zamora, si nadie me cree?’. Y volvió a repetir: ‘Por favor, no me pregunte por la fuente de información. Déjeme contarle lo que sé…’.

Y dijo que el Marqués se admiró de la magnificencia de los seis tordillos formados en las caballerizas. Que el general Urquiza le agradeció el halago y le manifestó su eterna pena de someter semejantes bellezas a las atrocidades de las batallas, pues en los últimos años había perdido ciento veinte animales como aquellos bajo las balas, atravesados por las lanzas o despanzurrados a cañonazos. El Marqués de Erval siguió deslumbrándose y dijo que él, integrante en cuarta generación de una familia de criadores de caballos, ni en las inmediaciones de Río de Janeiro ni en todo Minas Gerais ni en Río Grande del Sur, había visto corceles que los empardase y que no tenía idea de la fortuna que debían valer. El General dijo que sí, que eran muy valiosos, pues ninguno de los seis bajaba de los cuarenta patacones cada uno y que de ellos no se despojaba por nada del mundo. Entonces el Marqués se apenó de que fuesen tan caros e imposibles, pues él iba camino de Buenos Aires por encargo del ministro Silva Paranhos a comprar caballos argentinos, muchos caballos, miles de caballos, para combatir a los farrapos republicanos y con la atribución de pagarlos en forma contante y sonante. Que cuántos necesita, preguntó el general Urquiza. Que cuántos me puede vender, le preguntó el Marqués. Que treinta mil animales suman mis tropillas, dijo, prácticamente toda la caballada de Entre Ríos. ¿Cuántos necesita? Que necesito eso, treinta mil caballos. ¿Le parece quince patacones cada uno? Me parece mejor trece, trece patacones cada uno, trescientos noventa mil en total. Muy generoso de su parte, marqués. Que son suyos los caballos, dijo el general Urquiza. Hecho, general. Y lo invitó a pasar al Palacio a desayunar, a comer pulpa de vaquillona a las brasas con vino y galleta amasada por manos negras, olvidándose por completo de los blancos orientales, de los paraguayos y de los entrerrianos, condenando en un instante a quince mil jinetes magníficos, a una humillante infantería sin atributos de combate.

Dice Raymond Harris que don Manuel Osorio desanduvo el mismo camino con sus dos asistentes, cruzó el río sin que nadie lo molestase y de regreso al campamento del Estado Mayor, ante los asombros del general Venancio Flores, del mariscal João Propicio Mena Barreto y del envidioso Barón de Tamandaré, se tiró en el primer catre de campaña que encontró y permaneció un buen rato dejando correr las lágrimas por sus mejillas, apretándose el estómago y riendo a carcajadas, sin poder creer que solo él y su alma habían anulado uno de los ejércitos más temibles del sur de América.

Le dije a Harris que no le creía un ajo de aquella historia, que eran diabólicas maquinaciones, que estaban aireando los mismos rumores ruinosos de siempre para menoscabar el ánimo de las trincheras.

Él se encogió de hombros, se echó en el suelo a mi lado, dijo ‘hombre, qué diabólicas maquinaciones ni qué niño muerto’ y sacó de entre las ropas un hermoso porrón de ginebra holandesa, de esa que solo los marqueses beben cuando están felices y contentos de comprobar por sí mismos, las mil y una formas en que suele cumplirse aquel viejo proverbio de que ‘por la plata baila el mono'”.