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31 de diciembre
Estático frente a la ventana de la misma habitación donde días atrás se había restablecido de la herida en la pierna, Martín Zamora esperó unos minutos a que, por arte de magia, ocurriera un pequeño milagro me le llevase el ánimo hacia algo emparentado con la alegría: ver una vez más a la niña Mercedes.
Estaba a un costado de la casa de las Orozco, envuelto en la rala penumbra de un parral sarmentoso, frente a un pequeño descampado con varios árboles armando un círculo irregular, inclinados en diferentes direcciones, que bajo la luz líquida de aquella luna redonda, enorme, amarillenta, parecían bailarines vestidos de blanco antes de iniciar una danza. Mientras, en el extremo más alejado, un grupo tenue y terroso de seis o siete guardias nacionales acomodaban muebles viejos, troncos y puertas desgonzadas, con la idea de establecer un reducto de emergencia extrema, que apoyase la trinchera de la calle Queguay.
Una ventana se abrió chirriando y Martín Zamora se quedó demasiado sorprendido como para esconderse bajo uno de los árboles encalados por la luna, una mujer vestida de blanco, de hombros grandes, se asomó a la noche y contempló al asombrado andaluz que permanecía duro en su sitio, con el sombrero puesto y la culata del fusil apoyada en el suelo.
No era la víspera de Santa Mercedes ni él era un Martín envuelto en un romance de buenos tiempos, por lo que no era de esperar que pudiese haber visto a la niña Mercedes, desnuda o vestida. Pero era de todos modos una extraña sorpresa, no del todo ajena a su estado de ánimo, ver el hermoso semblante de doña Leticia Orozco iluminado por la luna.
– ¿Es usted, Martín? -preguntó ella.
– Sí, señora, soy yo…
– ¿Busca a alguien?
– No, señora. Pasaba no más… Un corto paseo de guardia antes de que empiece el baile.
– ¿Necesita algo? Voy a cerrar la casa antes de volver al hospital…
– No, gracias.
Sintió deseos de preguntarle por Mercedes, pero no se atrevió.
– ¿Cómo va su pierna?
– Bastante bien. Gracias a usted…
– Y a Mercedes… -dijo ella.
– Por supuesto… ¿Cómo está la niña?
– Muy cansada, pobrecita. Pero ha sabido desenvolverse, aprende rápido y tiene coraje. El doctor Mongrell es un buen maestro… Tal vez algún día sea enfermera y encuentre a un buen hombre.
Martín Zamora se quedó pálido bajo la luna.
– Mire, doña Leticia -se atrevió de pronto Martín Zamora-, confío en que algún día, si sobrevivo, nos comprenderemos mejor. Se me ocurre que usted no me tiene mucha simpatía a pesar de haber sido tan generosa conmigo. Pero, si pregunta por ahí, le dirán que no soy un mal hombre. Y confío en progresar más de lo que imagina si la Virgen lo permite.
– Bien dicho, Martín. Le deseo mucha suerte… -dijo ella con sinceridad.
Luego, con el mismo chirrido con que la había abierto, la mujer cerró lentamente la ventana.
Antes de emprender el regreso a su puesto, Martín Zamora esperó unos instantes más bajo los árboles blancos por si la niña Mercedes asomaba, pero no fue así.