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31 de diciembre
Faltaba poco rato para el aliento del amanecer, cuando el inglés Raymond Harris entró por el hueco abierto en la pared del comedor a una casa de familia ubicada en la calle del Plata, a media cuadra de la plaza y a pocos metros del hospital de sangre. Allí estaban Martín Zamora y una docena de hombres del cuerpo de escolta del capitán Masanti, apostados tras las ventanas abiertas con los fusiles listos y los pequeños promontorios de municiones en el suelo.
Al fondo de la habitación a oscuras, detrás de un viejo piano blanco de señorita del que alguien dijo pertenecía al maestro Juan Deballi, el teniente Pascual Bailón improvisaba una polka aprendida de una institutriz polaca en la ciudad de Corrientes, por los tiempos en que sus padres todavía creían en el futuro musical del niño.
– Si les molesta, dejo… -resignó suspendiendo aparatosamente las manos sobre el teclado.
– Si dejas, te echamos… -amenazó el gigantesco negro Guite, sin quitar sus ojos desmesurados de la esquina de la plaza.
Mientras Pascual Bailón reanudaba el ritmo que a todos trajo a la memoria un baile del pasado con otra música y una mujer en los brazos, Raymond Harris dejó el Remington recostado a la pared y le ofreció un frasco azul de botica con ginebra a Martín Zamora. El muy pillo había fraccionado el porrón holandés y guardado el resto en algún escondrijo. Sin embargo fue generoso y ninguno de los hombres que estaban en el recinto abusó más de un trago. Penaban de sed. Los torturaba el hambre luego de dos días de no probar más que un pedazo de tasajo o un chorizo enmohecido y rocoso encontrado en un gancho de cocina o una salada y cruel lonja de bacalao rescatada de un sótano vacío.
Martín Zamora se lamió los labios acartonados y se preguntó cómo estarían sus parientes viviendo el Año Nuevo en la antigua fortaleza poblada de Castellar de Andalucía. Las uvas de medianoche…
– Estamos en otro mundo, en donde el hombre lo puede vivir. ¿Por qué estáis mudos?
– No estamos en otro mundo, andaluz… -rió sargento de apellido Romagnoli-. La señora de Laserre duerme en la isla Caridad y nosotros le cuidamos la casa.
Nadie más habló. Sólo Pascual Bailón expresaba con dedos rápidos su musiquilla suave al fondo de la gran habitación.
A una cuadra de distancia, cuando se iniciaba tenue la claridad de la madrugada, el Detall inició un vibrante toque de diana que enseguida fue repetido en todos los cuerpos de la guarnición.
El capitán Hermenegildo Alarcón pasó al trote frente a las ventanas destrozadas y abiertas a la calle y dio el grito de alerta para la pelea.
El negro Guite vio que en la esquina de la plaza, frente a la casa de la familia Argentó, el teniente Rafael Pons encendía la mecha del cañón y aguardaba la orden de hacer fuego apuntando hacia Bella Vista.
– El muchacho tiene huevos… -dijo Harris, acercándose por detrás del gigante Guite, dándole un codazo mientras observaba a lo lejos la figura menuda del teniente Pons con su sombrero negro de ala requintada y su aire de buena suerte. Se suponía que en la otra esquina, frente a la casa de Paredes, también hacía otro tanto el sargento distinguido Juan Irrazábal, los dos artilleros, “muchachos del capitán Federico Fernández”, prontos a prologar la batalla final.
Al despuntar el sol en el horizonte se escuchó la diana nuevamente y luego se instaló el silencio absoluto, cubriendo una prudencia latente sobre los techos del pueblo, apenas roto por la nitidez de una tos seca que venía de lo alto del torreón de la plaza.
– Llegó la hora, mis amigos… -avisó Raymond Harris tomando el fusil-. Junto a esa diana romperá el fuego.