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31 de diciembre
Y así fue. Seguramente el general Venancio Flores, el mariscal João Propicio Mena Barreto, condecorado como un árbol de Navidad, y el señor feudal y brigadier honorario Antonio de Souza Netto y el Barón de Tamandaré, oliendo a gente de calidad entre sus artilleros de la Recife esperaron la pequeña osadía del primer cañonazo lanzado por el polvoriento teniente Juan José Díaz.
Fue apenas un escupitajo de fuego lanzado a medio cielo desde el torreón de la plaza de la Constitución, pero más que suficiente para desatar aquel pandemonio de cuarenta cañones de todo calibre, todos rugiendo a un tiempo con tal furia, que lograron abultarles las braguetas de pura excitación a los generales.
Una nube de polvo y humo negro envolvió en segundos el espacio de la plaza, mientras balas rasas, metrallas y cascotes volaban, saltaban o estallaban como si un dinamitero enloquecido se hubiera ensañado con la iglesia del cura Bellando y con las construcciones de los alrededores. En medio del bombardeo infernal y los incendios, los hombres librados de las balas se apretujaban en los recovecos de los cantones o taponaban con colchones y bolsas de lana las averías mientras otros morían sin haber tenido la oportunidad de dispararle un solo tiro a alguien, pues los brasileños y los hombres de Venancio Flores observaban o desayunaban café con galleta a prudente distancia, fuera del alcance de los fusiles.
Solo los hombres de las cinco piezas de artillería disponibles respondían a los cuarenta cañones abiertos en semicírculo desde el centro del río hasta la cuchilla Bella Vista.
Y nunca se les vio en el mismo sitio. Cada poco, entre tres o cuatro artilleros arrastraban los cañones de un cantón a otro o hasta una tronera debilitada por las bajas o al centro de una manzana en donde era preciso desalojar a las hordas de invasores cada vez más cerca.
Desde la ventana alta y descalabrada de la sacristía, los hombres del mayor Belisario Estomba se turnaban detrás de un cañoncito recalentado y ridículo, ajenos al torrencial despilfarro de gritos de Felipe Argentó desde el Cuartel de Artillería.
– ¡Dejen de joder! ¡Paren esa mierda que nos están fusilando a cañonazos! -aullaba a todo pescuezo desde el Cuartel de Artillería, pues por cada tiro del pequeño cañón, debajo recibían a cambio una andanada de treinta balas brasileñas.