39244.fb2 No robar?s las botas de los muertos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 107

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31 de diciembre

A las diez de la mañana se cumplió la advertencia. Primero cayó estruendosamente la torre norte de la iglesia y luego una nube de terror se conformó sobre el Cuartel de Artillería. En su corralón, cercado por una pared de ladrillo sentada en barro, atronerada y resguardada fuera por una zanja, un piquete de infantería de Guardias Nacionales recibió un anticipo de tres y luego seis bombas juntas de los imperiales.

La muerte se los llevó a todos sin tiempo para un grito. Sólo quedó un semivivo revolcándose en el suelo y por poco rato: era el mismo Felipe Bartolomé Argentó, arrastrándose afuera sin las dos piernas, gritando hacia las nubes que había llegado la hora de morir peleando y haciendo encargos, mientras se iba sin queja, de que los sobrevivientes velasen por su familia.

A las diez y media había sido sustituida la primera mitad de los artilleros muertos. El aindiado capitán Mandacurú ordenaba a vozarrón destemplado quién sí, quién no y cuál cañón necesitaba un hombre vivo detrás. Pons e Irrazábal sobrevivían de milagro. Y en medio del vértigo, entre los desgarros de la niebla encontraban trozos de instantes para mirarse a lo lejos y saberse acompañados mientras cargaban y tiraban, descoyuntados, mientras volvían a cargar y volvían a tirar, delirando, frenéticos, soñando breve con que la bala que salía diese a lo lejos y de lleno sobre el pecho de algún brasileño arrepentido de haber venido desde tan lejos, sólo para encontrar la nada en Año Nuevo.

Pero jamás supieron si le dieron a algo, pues por esas horas de furia sin lenguaje, la gente se mataba sin verse.

En lo alto, estremecido por el cañoneo continuo, el Baluarte de la Ley amenazaba con resquebrajarse y venirse abajo en el momento menos pensado. A las once menos cuarto, uno de sus cañones se partió en pedazos y doblado sobre su armón hirviente, envuelto en cerrazón de polvo, descabezado por un proyectil imperial desproporcionado para él, el correntino Ñorita cayó muerto, tal como dijo que deseaba morir el día en que el general Gómez le perdonó su pequeño delito frente a los compañeros encargados de fusilarlo.