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31 de diciembre
Mientras caían bajo el sol ardiente los cohetes a la congreve y las bombas tronadoras sobre el caserón de Laserre y se desplomaban las vigas del techo y las paredes se plegaban como hojas de papel para oscilar y derrumbarse estruendosamente y morían quebrantados bajo los escombros ocho de los trece hombres y sobrevivían milagrosamente el capitán Ovidio Warnes, el gigante negro Guite, Raymond Harris y Martín Zamora, el teniente músico, amparado en la mampostería del rincón, encorvado sobre el piano blanco de señorita, continuaba tocando como un endemoniado una y otra vez la misma polka, hasta que al fin, a las once en punto de la mañana, el fuego de los sitiadores cesó por completo.
Martín Zamora, quien había aguardado durante su pequeña eternidad a que una bala lo alcanzase, con el cerebro anegado por un zumbido ensordecedor que sólo él escuchaba, se quitó de encima un sillón de cedro y a rastras se acercó al hueco en la pared, de donde el negro Guite no se había apartado un milímetro con su fusil apretado entre las manos.
En ningún momento el gigante había dejado de vigilar la esquina visible de la plaza. Humo denso, polvo en remolino, hogueras crepitantes, escombros, sólo eso se veía afuera. Pero la excesiva proximidad de lo que se adivinaba detrás lo tenía como encandilado.
Sin embargo, más allá del silencio hirviente que había seguido a los cañones, la furia musical de Pascual Bailón, blanco y fantasmal, desfigurado por su argamasa propia de sudor y de polvo, ganó el espacio y le desbarató los nervios a quienes, hundidos en las trincheras a una cuadra de distancia, jamás imaginaron ese milagro a las espaldas.
– ¡Que te callas de una vez, me cago en tus muertos! -le gritó Martín Zamora fuera de sí.
El teniente Pascual Bailón enderezó su espalda, engarfió los dedos en el aire y los dejó allí, todo él, congelado y solo, gimiendo como un animal herido, con los ojos fijos en el fusil que aún descansaba frío sobre el piano.
El capitán Ovidio Warnes se levantó del suelo y fue el primero en salir afuera. Al disiparse el humo, los vigías sobrevivientes advirtieron desde los techos que la infantería imperial había iniciado su movimiento de ataque hacia la línea norte. Gritaban que eran centenares los macacos, que estaban apenas a doscientos metros desplegándose en guerrillas, ingresando a las primeras filas de viviendas y cubriéndose con lo que encontraban.
Esta vez habían desistido de entrar, como en el primer ataque del seis de diciembre, por el medio de las calles. Se les veía con piquetas y palas, abriendo portillos y boquetes en las paredes de las casas, en los cercos y tapiales, avanzando lentamente a través de las manzanas y guarecidos del fuego de los defensores.
– ¡Se vienen, van a asaltar por el norte! -gritó Larravide.
Medio Batallón Defensores llegó al trote para reforzar la línea donde estaban el mismo general Leandro Gómez, el capitán Areta, el comandante Aberasturi y el capitán Hermógenes Masanti, todos ocupados en recomponer los parapetos o en arrastrar heridos y moribundos hasta el hospital de sangre.
Y apresurándose de nuevo, agotados y enardecidos, los defensores desataron el fuego de la fusilería. Esta vez sí, de tan cerca que llegaban, los atacantes morían sabiendo quiénes les habían quitado la existencia.
En algunos puntos de la línea, los brasileños llegaron hasta la misma pared que resguardaba a los sitiados, para terminar cayendo por decenas, planchando el rostro en tierra y resollando como asmáticos, desangrándose obcecadamente al pie de lo muros, mientras los defensores continuaban tirando con sus mismos fusiles abandonados.
Y cuando algo así ocurría, un clarín o un tambor daban a entender que en algún lugar de la tortuosa línea de defensa, un grupo de cuarenta o cincuenta Guardias Nacionales había derrotado a todo un batallón de brasileños.