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A las dos de la tarde la niña Mercedes, bañada de sangre hasta la cofia, lloraba mordiéndose los labios, mientras sostenía con todas sus fuerzas el muslo crispado de un teniente francés, un joven voluntario de veinte años, de apellido Rousseau, y de quien prefería ignorar su nombre. Vagamente furiosa bajo su congoja, esperaba el instante inevitable en que el doctor Mongrell terminase de aserrar la pierna helada por debajo de la rodilla, para ocuparse de otro herido y dejar de mirarle los ojos desmesurados al muchacho anhelante y huesudo, pálido como un espectro.
Afuera trepidaban las construcciones tras los estallidos de las bombas. Un viento caliente y vegetal llegado desde el río y más allá, hacía que el humo picante de la pólvora que entraba en oleadas al interior, terminara por convertirse en beneficioso al desfigurar la atmósfera de pestilencia dulzona del hospital.
Cuando el médico terminó la tarea y dejó caer al suelo el resto del miembro que pateó debajo de la mesa, ella volteó la cabeza a un lado y abrió su boca seca en una arcada desmesurada y sin resultado, puesto que en su estómago no había el menor indicio de alimento.
El médico no la miró mientras ataba con tiras de trapos pringosos y metía torniquete sobre el extremo del destrozo que acababa de hacer. Se terminaban las vendas, porque se terminaban las sábanas y las mujeres habían empezado ya a rasgar sus enaguas y sus vestidos.
Antes de separarse para pasar a otro hombre, Vicente Mongrell dejó reposar un instante la palma caliente de su mano sobre la frente afiebrada del teniente Jacques Rousseau y con ese solo gesto, lo invitó a tranquilizarse o a morirse allí mismo, con la mandíbula colgando y sus ojos de locura, sin fuerzas para el grito, ni menos aun para un resquicio más de fe en el misterioso prestigio de la medicina infalible.
Ni para bien ni para mal, el galeno valenciano no tenía nada que decirle a nadie. Apenas si tenía fuerzas para preguntarse cuántos quedarían vivos todavía afuera.
Desde sus heridos distantes, al otro lado de la sala enardecida de dolores en apogeo, doña Leticia Orozco y la mujer de Torcuato Fernández miraron a Mercedes y la compadecieron.
– ¡Fuerza hija, fuerza! -gritaba doña Leticia ahogada por el estruendo exterior. Pero no tenía convicción en el aliento.
Se le adivinaba la voz cascada por la misma terrible sed que agobiaba a los sobrevivientes de adentro y que se arrastraba como una serpiente resecada fuera del hospital hacia las calles, hacia los techos y los árboles quebrados, contagiando todas las trincheras y todos los parapetos bajo el sol calcinante de las tres, haciendo que Paysandú entera delirase por un jarro de agua clara.
Entonces la niña Mercedes Orozco se repuso, sofocó sus sollozos y volvió a rasgar su enagua de harapos, una, dos veces, hasta hacer una larga y fina tira de lino que el doctor Mongrell sabría muy bien qué hacer con ella.