39244.fb2 No robar?s las botas de los muertos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 11

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Se trataba de un pirón áspero, acompañado de la misma carne grasienta que hubiese comido en su casa de Castellar diez años antes, tal vez la misma cena agria y miserable de entonces. La diferencia estaba en que allá, en su casa, hubiese estado libre, hubiese comido aquella porquería en libertad. Pero aun eso era soportable en el calabozo. Lo que no podía resistir era la idea de no morir en libertad, privarse de los ojos de sus parientes mirándose y mirándolo, de los seres queridos oyéndole maldecir en voz baja a la monarquía miserable, mientras se preparaban a enterrarlo entre los ángeles de mármol en un cementerio de los alrededores.

Daría todo el futuro por echar el tiempo atrás y volver por Irene, su mujer prohibida, disputada a navajazos por Jeremías el Corto, un gitano agraviado en el honor en los muelles de Algeciras. Mataría o moriría en el intento por rescatarla y decirle al oído que había abandonado para siempre la idea de emigrar pues había comprendido que para bien o para mal la vida debe jugarse donde ha tocado nacer

“Vendré por ti, mi amor. Algún día vendré por ti…”, fueron las últimas palabras antes de librarse de una muerte segura y extraviarse entre aquellos comerciantes escuálidos, empeñados en compartir las pérdidas más allá de los espantos del mar.

Aun en aquel instante del calabozo en que le dolían los huesos y devoraba el engendro del cocinero, Martín Zamora se lamentaba de no haber sido encadenado diez años atrás en una gendarmería de Algeciras o devuelto por la fuerza al horno de la panadería de su padre, un buen hombre laborioso y lector, para quien el crecimiento de las espigas del trigo nunca fue demasiado lento, mientras que él, insensato, prefirió la velocidad de la levadura cuando se trató de pensar en el progreso.

Es más, el viejo y lejano panadero de Castellar de Andalucía, Crispín Zamora, ávido rastreador de la historia del mundo, hombre por todos querido y marido de Dolores, alegre devota de la Virgen del Rocío, debió haber prohibido diez, quince, veinte años atrás y bajo pena de sangriento castigo, que a la hora de la cena su niño Martín Zamora pronunciara el maldito nombre de América.

Pero no, señor, al viejo Crispín Zamora jamás se le ocurrió semejante cosa.