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31 de diciembre
A las tres de la tarde, cuando el fuego era general en las líneas de defensa norte y oeste, los soldados del 3º de Infantería del mariscal João Propicio se corrieron por su flanco derecho, circunvalaron las dos cuadras fortificadas que miraban al puerto y tras un demoledor tiroteo terminaron por abatir la trinchera de la Aduana, ubicada frente al portón de la calle Real.
– ¿Qué se le habrá perdido en Calcuta a estos sarracenos? -se preguntó Raymond Harris. Entre los soldados brasileños que saltaban tras la trinchera ubicada en la esquina del gigantesco edificio de nueve aberturas en el frente, había distinguido la figura desarrapada y alcahueta del hojalatero Sengotita señalándoles el sitio donde estaba el coronel Lucas Píriz para luego volverse a ocultar. Para asombro del inglés, mientras los brasileños descargaban su fusilería sobre el portón levadizo, la negra Severia emergió como un fantasma empolvado en medio del tiroteo y con las manos juntas en un rezo, atravesó la calle con su paso de rata apurada en dirección a los defensores. Era evidente su intención de acercarse y prodigar en alguno de sus rostros aquellas caricias repugnantes y de mal agüero, mientras repetía una y otra vez “¡Ay, pero qué lindos que son! ¡No dejen de venir!”.
– ¡Maten a la muerte! -gritó uno de los hermanos Ribero.
– ¡No dejen cruzar la calle a esa bruja! -gritó el comandante Silvestre Hernández.
– No, señor… -dijo Raymond Harris en voz baja. Mientras apuntaba, tranquilizaba su conciencia recordando una sobremesa nocturna en el sitio de Cawnpore, en donde el joven teniente Rupert Coates hacía comentarios crueles sobre el efecto placebo que solía tener para un grupo de guerreros debilitados, terminar de un golpe de gracia con todo aquello que oliera a mal presagio. La negra Severia, entre todos los hombres desfigurados por la escoria y el humo, lo distinguió como a una luciérnaga en la oscuridad y sin titubear se dirigió en línea recta hacia Raymond Harris.
Con su misterioso instinto para identificar la perfecta mitad de las cosas, el inglés esperó a que la temida mujer estuviese en el centro de la calle, para apretar el gatillo y alojarle un certero plomazo en el centro de la frente. El impacto la detuvo en seco, la hizo girar hacia atrás como una bailarina jubilada, hasta que al fin cayó envuelta en su maraña de trapos con los brazos muy abiertos, como si hubiese estado esperando el abrazo último del brasileño más cercano.
– ¡A la mierda, cuzco bayo, y a revolcarse en la arena! -festejó el negro Guite a cuerpo descubierto. Luego, como si sólo tuviese un solo enemigo que no reparaba en él, pareció ensimismarse de pie mientras colocaba con sus dedos torpes otra cabeza de fósforo en la chimenea del fusil, y volvía a tirar sobre las cabezas aparecidas tras la depresión de la trinchera ocupada en la esquina de la Aduana.
La loca audacia con que algunos arriesgan su propio pellejo tiene un efecto entusiasmante entre los más cercanos. Mientras el gigante negro Guite seguía asombrando a los brasileños con su extraño tiroteo de fósforos, el coronel Lucas Píriz dijo que había llegado el momento de desalojar al enemigo de allí y sin dudarlo, retrocediendo como si tal cosa a sus años juveniles de soldado, se puso a las órdenes del oficial encargado de llevar adelante el ataque. A continuación, cuarenta hombres semidesnudos que gustaban llamarse a sí mismos “los muchachos de la guarnición del Salto” se derramaron en pocos minutos sobre aquella calle de nadie, pasaron a bayoneta calada sobre los cuerpos que parecían haberse acomodado para morir en las cunetas de la calle Real y al fin cayeron sobre los sesenta y dos brasileños de veinte años, ignorantes todos, con sus detestables rostros de miedo, de cuál era la forma de contener un embate de perros rabiosos que a cada fusilazo les ladraban “¡al infierno si es preciso, macaquitos!”.
Aquello parecía un naufragio en tierra firme. Apremiados por el ataque, reculando y buscando de reojo las puertas entornadas, los brasileños terminaron por arrojarles los fusiles descargados y hasta las cantimploras de agua alimonada, antes de emprender una huida despavorida en dirección al puerto.
Solo siete soldados, un súbdito francés llamado Jean Baptiste Cadet y dos oficiales de Venancio Flores, el mayor Arroyo y el coronel Atanasildo Saldaña, se quedaron allí, petrificados ante los veinte hombres que los rodearon, los tomaron prisioneros y los confinaron en el sótano de una casona próxima a la Comandancia Militar.
Y así, por unas horas al menos, el viejo edificio de la Aduana volvió a ser de quien tenía que ser.