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31 de diciembre

De a ratos, montada sobre los estampidos sordos de los cañones de Bella Vista, se escuchaba la extraña clarinada de los enemigos tras los paredones de las casas abandonadas. Siempre el mismo toque y nadie que supiese explicar el significado. Solo al coronel Tristán de Azambuya, brasileño de Bagé y habitante de Tacuarembó, le dio por reírse a carcajadas de la ignorancia del coronel Píriz. Mientras defendía a balazos la línea del portón que daba al río, le gritó que aquel toque de clarín venía de las enormes negradas imperiales que avanzaban hacia ellos y quería decir “¡siga el fuego!… ¡siga el fuego!”.

A la izquierda de donde estaba apostado Tristán de Azambuya, en el cantón del edificio de la Jefatura, se encontraba el comandante Pedro Ribero; a la derecha, en el cantón de la bocacalle, el comandante Silvestre Hernández y a sus órdenes otros treinta de aquellos tipos de los que gustaban llamarse a sí mismos “los muchachos de la guarnición del Salto”, repartiéndose metros de defensa en los centros de las manzanas y dejando a cambio en el lugar, cada tres vivos, un muerto.

Como una aparecida bajo el mormazo inclemente, la mujer de Torcuato González hizo en poco rato dos viajes milagrosos hasta los cantones. Llevaba un balde de agua en una mano y un jarro de hojalata en la otra, que destellaba en la luz a cada chorro descolgado sobre las bocas arenadas por la sed y el espanto de la urgencia, a sabiendas de que los enemigos tenían fuerzas sobradas para relevarse, para descansar, para comer y luego entretenerse en incendiar la paja de los techos de los ranchos cercanos y ahogarlos con humo aprovechando el favor del viento.

Para las cinco de la tarde los sitiados apenas si conservaban la mitad de las fuerzas que se necesitaban para cubrir todas las partes de la línea de defensa, cuando pasó por allí el general Leandro Gómez, indomable y condenado, presente en todas partes, exhortando imperativo a vencerlos o a morir bajo las ruinas, mientras levantaba hacia la brisa caliente una bandera oriental que tremolaba hecha jirones en su mano derecha.

Cuando a la distancia del ancho de una calle vieron a la mujer que prodigaba el agua en la cara de fuego del general Gómez, los atacantes gritaron de rabia, arreciaron con el tiroteo y por los gritos y por las menciones agraviantes a su madre, se identificaron como gente del general Gregorio Suárez quien quería terminar con aquello cuanto antes, pero de la peor manera.

Sin embargo, el General abrazó a la mujer y siguió a paso rápido por su árido sendero de cantones, mientras dejaba atrás la estrepitosa barrida de la fusilería.

Cuando la vio allí, enhiesta y mirando la frágil espalda del General que desaparecía en el humo Torcuato González le suplicó a gritos que se retirara, que volviese al hospital, pero ella hizo todo lo contrario. Continuó con el reparto hasta vaciar la olla, se acercó un poco más en medio de la humareda y le respondió a su marido sin ocultarse:

– ¡Dios te guarde! ¿No estás cumpliendo con tu deber?… En general aquí se muere y no te abandono por más que me lo exijas…

Como si la hubiesen escuchado, un hormiguero de cinco mil hombres comenzó a cerrar un anillo gigantesco alrededor del perímetro de guerra y luego avanzó entre las manzanas a través de las brechas y boquerones abiertos a picazos o a cañonazos o saltando a los techos de las casas para dejar clavada en cada una la bandera auriverde del emperador, asegurándoles de ese modo a los sitiados que no volverían a recobrar nada de lo perdido.

En menos de una hora, centenares de brasileños rodearon las trincheras defendidas por el coronel Azambuya, el comandante Castellanos, el comandante Ignacio Benítez y el mayor Rojas con sus voluntarios Senocien, Sosa y Orrego, y se abocaron a exterminarlos y a incendiarlos.

Y así, envuelto en denso humo de paja y tiroteo, tratando de cruzar la calle para ver cómo le iban las cosas a los defensores del almacén “El ancla dorada”, cayó frente a las puertas del Banco Mauá, cribado por las balas, el coronel Tristán de Azambuya, sin tiempo siquiera para agradecer a Ignacio Benítez su coraje para tomarlo de las botas y arrastrar el cuerpo de retorno a su puesto, sólo para evitar la humillación de más heridas en lo muerto. Y a unos sesenta metros más allá, desprevenido y absorto en la tarea de enderezar uno de los dos únicos cañones que quedaba montado de lado en una hondonada próxima a la plaza, también el coronel Lucas Píriz cayó herido de muerte.

– ¡No es nada, “muchachos del Salto”, no es nada! -gritaba mientras lo arrastraban entre dos hasta el interior de la casa de la familia Menentiel-. ¡Diez macacos por mí y todos en paz!

En la noche, mientras el doctor Mongrell se agotaba en un breve repertorio de alivios frente a las tres heridas que le fugaban el alma, el Coronel tendido entre los escombros de una habitación destruida por las bombas, preocupado por la ensordecedora fusilería que se avecinaba, llamó a su secretario Torcuato Barboza y a la luz de un cabo de vela le ordenó enterrar allí mismo un atado de documentos oficiales que, según dijo, podría servirle más tarde al gobierno de Montevideo.

A las dos y media de la mañana, justo cuando Torcuato Barboza, desconsolado como un niño, terminaba la rabiosa tarea de levantar las tablas del piso y abrir un pozo en la tierra con sus propias manos hasta sangrarle las uñas, el coronel Lucas Píriz terminó de morirse en su lecho de piedras, amparado por dos “muchachos de la guarnición del Salto”, que lo miraron hasta el último instante con las mandíbulas trabadas por el encono de tener que quedarse.