39244.fb2 No robar?s las botas de los muertos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 113

No robar?s las botas de los muertos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 113

112

1 de enero

Parapetados tras un túmulo de colchones de lana y barricas repletas de escombros que intentaban defender la esquina del ruinoso edificio adonde se había trasladado la Comandancia, Martín Zamora, Raymond Harris y el gigante negro Guite llegaron ilesos a las ocho de la noche del primer día de mil ochocientos sesenta y cinco, tirando sin descanso hacia los techos por donde aparecían los fogonazos de los soldados imperiales más atrevidos.

Un viento cimbreante arremolinaba hedor de podredumbre, tierra seca y humo de pólvora, colándolo a raudales por las ventanas descuajadas a cañonazos del despacho del Estado Mayor. Ni los tablones ni las cortinas improvisadas dispuestas por el capitán Masanti para preservar los movimientos en el interior podían impedir que aquella mezcla picante y árida fustigara la garganta del general Leandro Gómez, quien tosía y se sofocaba mientras ordenaba que se hicieran presentes los hombres cuyos nombres iba gritando, sin cuidarse ya de que las conversaciones fuesen secretas: “¡Que venga García, que venga Estomba, que vengan Silvestre Hernández y Aberasturi; quiero a Ribero, a Ernesto de las Carreras, a Castellanos, a Areta, a Larravide y a Torcuato González, que vengan de inmediato a mi despacho!”, llamaba una y otra vez.

– ¡Algún día lo invitaré a cenar en Gibraltar, Zamora! ¡Y le prometo que lo haré sentir en su propia casa! -gritaba el inglés Harris mientras tiraba alto, hacia un mirador enrejado y oscuro a cinco casas de distancia, en donde un brasileño había cometido la imprudencia de fumar un charuto antes de caer fulminado.

– ¡Que será una cena que te cagas! -se reía Martín Zamora, metiendo fósforo tras fósforo en el Remington hirviente, mientras sentía como nunca antes un obstinado deseo de sobrevivir, de llegar a alguna parte ileso, de hacer las pases con Jeremías el Corto si era preciso y decirle que había reflexionado mucho en todos aquellos años y que bueno, joder, que se quedara con la Irene si quería, pues él bien que podía aparecerse por Castellar de la Frontera con su hermosa niña Mercedes, que ni los veinte tenía, y hacer por aquellos lares hasta una fiestecilla, en la que hasta los viejos enemigos podrían eructar jamón serrano de puro reconciliados que se verían. Y entonces les haría las historias de cómo había conocido a aquel inglés taimado sentado al otro lado de la mesa, haciendo buenas migas con el viejo panadero Crispín Zamora, “que la Virgen del Rocío lo mantenga vivo aún y me escuche en este mismo instante en que he apostao el alma, me cago en Dio…”, imploraba progresivamente furioso Martín Zamora mientras la culata le quemaba las coyunturas inflamadas de tanto hacer fuego. Que a todos les pasaba lo mismo por lo que había observado, pues a cierta altura del tiroteo se les hinchaba y requemaba a tal punto el hombro derecho que la mayoría cambiaba el fusil de mano para apoyar la culata en el izquierdo y continuar tirando.

– ¿Dónde está el teniente Bailón? -preguntó el gigante negro Guite mientras recargaba-. ¡Carajo, menos conversa y busquen a Pascual Bailón…!

– ¡Mira, mira! ¡Qué allí viene el cabrón!

– ¡Ese tipo está loco! -exclamó Raymond Harris.

El joven oficial había aparecido en medio de la ominosa neblina acompañado de dos Guardias Nacionales. Y hasta no estar casi encima de ellos, nadie adivinó a qué se debían sus quejidos, sus tropezones y sus operaciones de arrastre. Entre los tres cargaban aquel pesado piano blanco de señorita con el que Pascual Bailón pensaba reforzar la trinchera al frente de la Comandancia.

Y mientras los demás se descoyuntaban tirando hacia las azoteas ocupadas, el teniente músico comenzó de inmediato a animar la masacre con la única polka que le entusiasmaba.