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1 de enero

Uno a uno, excepto los muertos o los que iban en camino o los que aguardaban en el hospital la errática ronda del doctor Mongrell, todos los que el general Gómez convocó a lo que quedaba de su despacho iluminado por dos faroles mortecinos se hicieron presentes a las nueve de la noche, justo cuando los sitiadores suspendieron por una hora el fuego para entregarse a la ración de la cena.

Para ahorrarles los ocho metros que debían caminar hasta la puerta de entrada a la Comandancia, el gigante negro Guite les decía con gentileza a medida que iban llegando, “entre por aquí, coronel” y les señalaba la informe abertura de la ventana depostigada, por donde podían ingresar sin arriesgarse inútilmente a pasar bajo un rabiosa descarga de fusilería.

Martín Zamora abandonó su posición a un costado del montículo defensivo y se dejó caer sentado junto al pretil de la ventana, seguido por Raymond Harris, quien agradeció en voz baja la momentánea inundación de silencio sobre el pueblo o más bien la potente ausencia del sonido inhumano, que había logrado mixturar las resacas de la muerte con las débiles sobrevivencias de lo que se movía.

– ¿Conocen a Boccherini? -preguntó de pronto el teniente detrás del piano blanco de señorita.

La pesadumbre de la atmósfera, el viento caliente y el hedor de la vida hacían la noche intolerable. En los alrededores comenzaron a oírse quejas, ruidos de pertrechos latosos que se acomodaban en los huecos y la sexta sonata majestuosa de Luigi Boccherini ejecutada como el demonio por los dedos airados de Pascual Bailón.

Desde el interior, se escuchó la voz alterada del General recibiéndolos, diciendo que los había llamado para oír su opinión y consultarles lo que convendría hacer a esa altura de la batalla.

Agobiados por la misma fatiga y la misma debilidad, uno tras otro fueron coincidiendo con voz cauta y más baja que la del general Gómez, en que no había dudas de que el enemigo tomaría la plaza al día siguiente.

– La mitad de la guarnición está fuera de combate y la otra mitad casi no tiene municiones, general… -informó el comandante Pedro Ribero-. Una hora más de tiroteo y será imposible contener un asalto en cualquier parte de la línea.

– ¿Cuántos hombres tenemos en condiciones de resistir?

– Acaso cuatrocientos, general, no más…

Afuera, el inglés Harris se aproximó a Martín Zamora hasta husmearle el sudor caliente que le chorreaba y en voz muy baja, para no ser escuchado por el gigante Guite, quien intentaba dormitar a un metro de distancia, dijo con amarga ironía:

– Quién iba a decir, Zamora, que un espía de Mitre iría a escuchar una conversación del Estado Mayor, sentado cómodamente al lado de su ventana…

Adentro, el capitán Hermógenes Masanti advirtió que ya había observado algunas trincheras muy desguarnecidas por falta de soldados y convertidas en pozos infames cubiertos de escombros y cadáveres de muchachitos de catorce años.

– Y usted, comandante, ¿qué opina?

Al comandante Aberasturi se le escuchó caminar, carraspear y patear un pedazo de ladrillo, hasta que al fin dijo que no creía desdoroso entablar negociaciones, siempre y cuando fueran dignas de la guerra.

La mayoría de los jefes lo apoyaron con pocas palabras.

– Entonces, si les parece bien, haremos una nota al general Flores pidiendo una suspensión de hostilidades por veinticuatro horas, para enterrar a los muertos -propuso Leandro Gómez.

– No me parece, general… -terció Larravide-. Bajo el fuego en que estamos y con las posiciones que han ganado los sitiadores, no creo que Flores acceda. Lo más probable es que nos intime a rendirnos a discreción.

– ¿Y qué haría usted, mayor?

– Formaría el resto de la guarnición en columna cerrada y forzaría el paso por la calle con la salida más difícil. Muchos caeríamos, pero pasaríamos. Luego ganaría la costa del río y marcharía hasta donde pudiera para escapar. Y en último caso, dispersaría la fuerza.

El general Gómez negó.

– Eso no es posible… Tenemos muchos compañeros heridos y no los abandonaremos. Creo que en último caso, el general Flores nos concedería una capitulación digna y saldríamos de Paysandú con todos los honores, como dice el comandante Aberasturi.

– Pero el general Flores creerá que la tregua es una excusa para reparar los destrozos y preparar una nueva resistencia -señaló Belisario Estomba.

El comandante Pedro Ribero opinó que pedir veinticuatro horas era demasiado, que no debía pedirse más que dos.

Al fin, se acordó solicitar ocho horas y enviar la nota del general Leandro Gómez con alguno de los prisioneros que se prestase a llevarla, tal vez el coronel Saldaña o el mayor Arroyo, ambos ocultos junto a otros ocho hombres de Venancio Flores, en un sótano de las inmediaciones.

Resuelto el punto, el General le dictó la nota a Hermógenes Masanti, luego la firmó y ordenó al capitán Adolfo Areta y a Ernesto de las Carreras que trajesen de inmediato ante su presencia al oficial prisionero de menor grado, para entregarle el mensaje y convertirlo en emisario.

El mayor Arroyo era un hombre corpulento y hosco, quien al sentirse allí, solo en el centro del recinto ruinoso, entre todos los oficiales desfigurados por las pelambres de las barbas, los harapos, los emplastos de sangre y las huellas de dos días y tres noches de crispación, decidió no mirar a nadie, excepto al general Leandro Gómez.

Los dos hombres se observaron un instante y cuando el General percibió que una hostil desconfianza entornaba los ojos del oficial colorado, le pidió que se tranquilizara y le aseguró que no tenía nada contra él. Al fin le pidió que llevase aquel mensaje a la tienda del general Venancio Flores, con la instrucción de salir de la plaza por el cantón de la esquina de la Jefatura con un farol encendido en la mano, previniéndole que cuando volviese con la respuesta, debía hacerlo por la misma trinchera y agitando tres veces el farol en alto para ser reconocido y que no le hicieran fuego.

Sin decir una palabra, el mayor Arroyo salió afuera con el mensaje en una mano y el farol en la otra, custodiado por tres hombres del capitán Areta. Antes de cruzar la calle, al enfrentarse a la trinchera improvisada, el oficial colorado se quedó mirando como alucinado la estrafalaria escena del gigante negro Guite derrumbado en su sueño con el fusil cruzado sobre el pecho, al inglés Harris y a Martín Zamora despatarrados en la vereda carcomida de la casa que oficiaba de Comandancia y a Pascual Bailón agobiado sobre aquel piano blanco astillado por los proyectiles, ensayando en estado de ausencia una música que jamás nadie había escuchado en cien leguas a la redonda.

Al verlo pasar frente a ellos, muy despacio camino de la trinchera de la Jefatura, al observar la forma en que miraba con recelo a uno y otro lado como si no estuviese muy convencido de lo que iba a hacer, Raymond Harris codeó a Martín Zamora y señaló al mayor Arroyo desapareciendo con su carga de miedo entre las casas engañosamente dormidas:

– Ese desgraciado no vuelve, téngalo por seguro… -dijo.