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2 de enero
Apenas el emisario traspasó la difusa línea fortificada, los imperiales decidieron terminar con aquel silencio que desfiguraba la noche, para emprender nuevamente su tarea de aniquilamiento. Pero esta vez precedida de un gigantesco cascabeleo circular de pertrechos metálicos, una sobrecogedora cantidad de hombres arrastrándose en las tinieblas, entre los muros, atravesando las ruinas, descolgándose con sus cacharros desde los techos hacia las calles, todos en dirección al centro de la población, una multitud con la mente puesta en una hipotética plaza que jamás habían visto ni pisado, pero a la que había que llegar y detenerse.
El gigante negro Guite abrió los ojos y sacudió su cabeza brillante y pelada y preguntó qué diablos era aquello que se le había metido de un soplo en las pesadillas y Martín Zamora apretó el gatillo cargado de franqueza en la curvatura del índice y preguntó en voz alta en qué estaban ocupados el resto del mundo y el Gran Poder y el gobierno y sus malditos alrededores, que parecían no reparar en lo que estaba ocurriendo en aquella ciudad sitiada y masacrada por dieciséis mil hombres llegados desde muy lejos solo para exterminarlos y de qué manera.
– Calma, Zamora, que los macacos se vienen como hindúes y el farol no aparece… -advirtió Raymond Harris en el preciso instante en que estallaba una descarga de fusilería recién cenada y acompañada de café caliente, la más ahíta, la más sostenida y mortífera de los últimos treinta y tres días.
En el mismo instante en que unas cuadras más allá, tendido en el suelo expiraba el coronel Lucas Píriz, desde una azotea frente al almacén “El ancla dorada”, cinco soldados negros mal dibujados en la noche, asombrados de tener ante sí al maldito invulnerable de la camisa blanca que acostumbraba pasearse por los techos en medio de las descargas, tiraron a un tiempo sobre el comandante Pedro Ribero y le partieron las vértebras y lo mataron bien muerto con la preocupación congelada en su mente de que habían llegado a las dos y media de la madrugada y el hijo de perra del mayor Arroyo aún no había aparecido con su farol en alto y su respuesta, ni tampoco aparecería al amanecer cuando ya habían caído ciento veinte hombres más en los alrededores de la defensa y los sobrevivientes del Estado Mayor conjeturaban que una de dos: o el general Venancio Flores no había querido responder o el prisionero Arroyo se había quedado entre los suyos.
– Se ha quedado entre los suyos. Tenemos que mandar una segunda nota. ¡Traigan al prisionero de mayor rango! -ordenó el comandante Emilio Raña, quien de arrastrarse y soportar los arañazos de las voladuras había perdido jirón a jirón su camisa, una pierna del pantalón, deambulaba descalzo por los cantones y además, desde el final de la tarde, como le advirtió el capitán Eduvijes Acuña, le asomaba el culo entre los harapos.