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2 de enero
Estaba amaneciendo cuando trajeron ante el general Leandro Gómez al prisionero coronel Atanasildo Saldaña, un casi anciano corriente y macilento, fuera de su ambiente, con el rostro desencajado por las aterradoras resonancias de la noche desde el extraño tiempo del sótano, de sentirlas transcurrir afuera con una rapidez espectral y en él con una lentitud de pesadilla.
Reconfortado al frescor de la mañana, el coronel Saldaña escuchó las instrucciones y aceptó atontado y de buen grado cumplir con lo que el mayor Arroyo no había cumplido. Antes de desaparecer, dio su palabra de honor de que volvería y traspasó las trincheras con su uniforme polvoriento y un pañuelo blanco en la mano.
Mientras tanto, el general Leandro Gómez salió a la calle, se fue a la plaza y tras observar el maltrecho barco desarbolado en que había quedado convertido el Baluarte de la Ley, dio la orden al mayor Larravide de arriar de la torre la bandera punzó de combate y sustituirla por la bandera blanca hasta que regresara el emisario con la respuesta de los sitiadores.
Pero la orden no pudo cumplirse al pie de la letra. Las balas habían cortado las cuerdas del asta y se las veía inalcanzables en la altura, volando a merced del viento. Entonces, el general Gómez ordenó a gritos que no perdiesen más tiempo, que levantaran banderas blancas en todos los cantones y suspendiesen el fuego, añadiendo de viva voz que si los enemigos se aproximaban irrespetuosos de la situación, se les intimara a retirarse bajo amenaza de tirar a matar.
Y así comenzó a generarse desde el centro hasta los puntos más alejados de la plaza de la Constitución, el más grande de los malentendidos.