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2 de enero
Sólo el general Leandro Gómez, con el rostro congestionado por la asfixia de sus pulmones rotos, trataba de mantener la calma mientras le gritaba a Belisario Estomba, a Federico Fernández, a Emilio Raña y a Ovidio Warnes que corriesen a disponer que el resto de las fuerzas se concentrara en la plaza para continuar la resistencia.
Sin embargo, en medio de la confusión y del hormigueo incesante de hombres desesperados, aquella orden era imposible de cumplir.
Fuera de sí, sin entender lo que ya se perseguía, el mayor Torcuato González abandonó la Jefatura y salió a la calle desaforado, gritándole a todo el que lo quisiese oír:
– ¡Este general Gómez se opone a la rendición incondicional! ¡Está enfermo y encaprichado! ¡No podemos resistir más, carajo!
En algunos sitios, algunos oficiales de pocas palabras, puño recio y corazón franco, rompían ya sus espadas o daban contra el suelo sus fusiles, suponiendo desesperados que los altos jefes los habían entregado.
Apenas si un centenar de hombres logró replegarse hasta la plaza, pero también allí se encontraron con un millar de imperiales esperando, hasta rodearlos como a perros rabiosos y matarlos a lanza y sable uno tras otro.
– ¡Nos liquidan, me cago en Dio! -aullaba Martín Zamora, arrollado entre estropajos de colchones, esquivando los silbatazos de las balas y tirando sin desperdiciar. Le dolía atrozmente la vieja herida que le resentía la pierna y le quedaban apenas media docena de proyectiles. Raymond Harris tenía un tajo aparatoso en el cuello y su camisa blanca parecía un extraño escudo de familia, con una mitad caprichosamente roja y la otra antiguamente nívea. Su energía iba perdiéndose, aunque no tanto que le impidiese caminar. Es más, tiraba a la par del gigante negro Guite y entre los tres trataban de evitar que aquellos replegados a la plaza, que se defendían con sus bayonetas, con cascotes, con cuchillos, con lo que podían, no fuesen fusilados por la espalda, mientras los brasileños seguían haciendo prisioneros o se ocupaban de arriar la bandera oriental que tremolaba harapienta en la cúpula de la media naranja de la iglesia, para enarbolar en su lugar el pabellón oro y verde del Imperio del Brasil.
Sin mirarlo, Raymond Harris se aproximó lo que pudo a Martín Zamora y le habló con rapidez. Era evidente que se disponía a marcharse.
– Preste atención, Martín, acá se pudrió todo. Apenas pueda, trate de atravesar la línea detrás de “El ancla dorada” y por los fondos llegará a la casa de Sardá que tendrá una bandera argentina en la ventana.
A quien lo detenga, diga en seña “Mitre es grande”, pida asilo en el sótano y no abra más la boca. Allí estaré yo esperándolo o me esperará a mí, después veremos. Tal vez podamos refugiarnos en La Africana…
– Pero, ¿quién mierda se cree usted que es? -se enfureció Martín Zamora.
– ¡No sea imbécil y haga lo que le digo! -aconsejó el inglés Harris; y cuando se irguió para desaparecer, la herida refulgió de golpe en la camisa-. Buena suerte…
Mientras tanto, oculto tras el montículo del piano blanco de señorita, al teniente Pascual Bailón ni se le veía ni se le escuchaba.
Fue entonces cuando una pequeña y apresurada comitiva, portando una bandera blanca, apareció entre remolinos de humo negro por el mismo costado del caserón por donde había desaparecido Raymond Harris. Martín Zamora se apresuró a llamar al capitán Masanti y entre los dos custodiaron a los recién llegados hasta el interior del despacho del general Gómez. Al frente iba el coronel Atanasildo Saldaña, cumplidor de su palabra, quien retornaba con la respuesta firmada con puños y letras de general, barón y mariscal y en la que todos decían que no.