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“Nada es peor que lo malo. Odien el mar”, había escrito Martín Zamora. “Atiendan las advertencias de los mayores y mantengan el odio en continuo hervor y así se protegerán de estas tierras engañosas, donde todas las artimañas son válidas desde el mismo momento de zarpar de Europa.”
Y no exageraba. Una década después, encerrado en el calabozo de la Jefatura de Paysandú, aún podía recordar la advertencia mayor de la agencia marítima en donde, sin ningún amigo, sin ninguna recomendación de doctor, cura, licenciado ni señor con vinculaciones entre los promotores de sueños, debió pagar uno sobre otro los tres mil duros para ser llevado a la ciudad de La Habana.
Si esforzaba la memoria podía ver aquel cartelón en letras góticas, lúgubre, vaticinando que solo los sanos y recios serían capaces de soportar la trampa del engaño, el destino incierto que se escondía allí mismo, detrás de la instrucción: “Los pasajeros estropeados, enfermos, ciegos e idiotas, serán rechazados y no podrán reclamar lugar a bordo”.
Pues allí terminaron noventa y dos ciegos e idiotas con sus respectivos sitios asegurados en las bodegas, con lechos compartidos por cinco personas, vino a cuatro duros la botella y dos la libra de manteca. Como todos, Martín Zamora pagó por la utopía y aún sentía en su mano izquierda los dedos de su mujer furtiva deslizándose fatalmente de los suyos, despidiéndolo sobre los maderos podridos del puerto de Algeciras, mientras los olores pestilentes subían del fondo del muelle para menoscabar aquellas lágrimas distantes, cada vez más lejos en el tiempo, tanto como para que se hubiera levantado el moho sobre aquel tres de diciembre del cincuenta y cuatro.
Pero el mar, santo cielo… Aquellas olas increíbles que se levantaban en explosión hasta el infinito, como en la pintura de un plato japonés… Las montañas más altas que hubiera visto jamás, detrás de las cuales emergía una y otra vez, para saludarlos a las carcajadas, el diablo que nunca se mostraba.