39244.fb2 No robar?s las botas de los muertos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 121

No robar?s las botas de los muertos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 121

120

2 de enero

Cuando la Comandancia quedó vacía, apenas arremolinada de papeles lacrados y garabateados por ministros, generales y embajadores, que intentaban trepar, trabarse, ocultarse entre los escombros de la ventana derrumbada, Martín Zamora recostado a la pared abrió los ojos y miró débilmente las negras quemaduras del cielo raso, abrumado por el vacío. ¿Qué haría ahora? ¿Saldría afuera y trataría de escabullirse entre los saqueadores y degolladores de prisioneros para hacer lo que le había dicho Raymond Harris que hiciera? ¿O se arriesgaría a correr hasta el hospital de sangre y rescatar a la niña Mercedes en caso de que hubiese sobrevivido? Las dos cosas: una primero y la otra después.

Con cautela, estirándose y agachándose, parapetándose con el fusil en la mano y solo tres balas en el bolsillo, salió por los fondos derrumbados y entre los cráteres y se ocultó tras un haz de ramas quemadas que lo separaban de la calle. A través de la hojarasca podía ver la iglesia en ruinas y un ángulo de la plaza Constitución. Allí, un grupo de prisioneros cabizbajos pero serenos, sentados en la tierra o en cuclillas al rayo del sol y entre los cuales había identificado a Orlando Ribero y al capitán Enrique Olivera, esperaban. Todos estaban custodiados por un piquete de soldados brasileños, ellos sí nerviosos, con los fusiles alerta, temiendo los avances vengativos de los hombres de Venancio Flores, que iban y venían gritando y vituperando a los vencidos, derribándolos a tiros y a sablazos por la plaza, obsesionados en el terror, en quitarles las botas, en quintar cincuenta y cuatro prisioneros de un golpe o en degollar de rodillas al capitán Abelardo Maroto y a Isidoro Sierra abrirle el pecho a bayoneta, o en puntear con los facones a los dos capitanes Benavides y al comandante Orrego, los tres que se defendían desesperadamente a ladrillazos, toreándolos hasta derrumbarlos y al fin, despenarlos en el suelo como a caballos quebrados.

Oculto en la ramazón tiznada, Martín Zamora se estaba resignando a que los brasileños no pudiesen contener la alucinada fiereza que se acercaba más y más al grupo de hombres apiñados sobre sí mismos, cuando de pronto, abriendo una brecha entre la alteración de la soldadesca, ingresó a la plaza el almirante de la escuadra argentina José Murature, golpeando su bota derecha con una fusta impropia de un hombre de mar y acompañado de un pequeño grupo de oficiales.

Aliviado de no haber llegado demasiado tarde, el oficial se presentó ante los prisioneros como un hombre del presidente Mitre, levantando las palmas de las manos e intentando tranquilizarlos con sus garantías, con la seguridad de que todo había terminado y de que para todos había llegado el resplandor de la paz.

Sin embargo, mientras el almirante argentino les alababa el valor y la entereza, apareció aparatosamente al galope en la plaza, frenando y rayando el caballo en polvareda, el coronel Gregorio Suárez embravecido y sosteniendo en su lanza una bandera oriental arrancada a los defensores del edificio de la Jefatura. Tres metros detrás, un grupo de oficiales montados y sin otro uniforme que sus melenas sostenidas con una divisa colorada a media frente, hacían peligrosos aspavientos con los fusiles y vociferaban amenazas terribles para los derrotados.

– ¡Infames, cobardes de mierda! -gritaba “Goyo Jeta” Suárez sintiéndose arbitro incontestable del destino de todo prisionero que llevase el uniforme del gobierno, al tiempo que sostenía y echaba el caballo a golpes de espuela sobre el grupo-. ¡Mire que gritarles macacos a gente de una nación honrada! ¡Si no fuera por el Almirante, los hacía fusilar aquí mismo!

Luego, empuñando hacia adelante la cañabrava de la bandera, arremetió fiero sobre el capitán Olivera, al que un conocido le había dado su sombrero con divisa colorada, amenazándolo a un palmo del pescuezo con la moharra:

– ¿Y vos, bandido asesino? ¿Qué haces con la divisa del Ejército Libertador en m cabeza?

Pero el almirante Murature se interpuso y se plantó firme ante el desaforado centauro.

– ¡Coronel, cálmese usted!… ¡Está ante prisioneros desarmados! ¡El general Flores me ha encomendado que se cumplan las garantías a esta gente!

La actitud del Almirante pareció surtir efecto, pues como por arte de magia el Coronel cambió su lenguaje y sacudió su cabeza:

– Es una lástima haberse rendido con muchachos tan valientes, almirante… -dijo con cierta desconcertante elegancia, mientras giraba el caballo en dos patas y se marchaba con sus hombres a otra parte, donde no hubiese nadie que le impidiese ir cumpliendo con su vieja promesa envenenada. Nadie ignoraba que era hombre con juramento hasta su último día, que odiaba a los blancos como nadie en la tierra, que afligido por la tragedia de su madre quemada viva en el incendio de su rancho de Polanco siete años atrás, el coronel Goyo Suárez se había propuesto arrancarle la vida a cada uno de ellos que cayera en sus manos.

Empujado por el fuerte viento caliente que llegaba del río, Martín Zamora aprovechó la barahúnda de jinetes y de alivios indefensos, para caminar hacia el hospital de sangre, inclinado hacia adelante y sosteniéndose el sombrero, con el fusil en la mano y sin que nadie le prestase atención, pues los sitiadores ya estaban entregados al saqueo de las viviendas vacías de quienes penaban de incertidumbre en la isla Caridad. Y gracias al caos y a que las tropas de Venancio Flores no tenían uniforme ni otro distintivo que la divisa colorada, muchos de los defensores como el capitán Adolfo Areta, el teniente Juan Centurión, el capitán Ovidio Warnes, el alférez Polonio Vélez o el capitán Rafael Hernández, se salvaron quitándose los uniformes de Cazadores o de Guardias Nacionales y mezclándose con los saqueadores, simulando que estaban muy felices de robar sus propias casas o de arrojar de cabeza a los aljibes los cadáveres de sus viejos compañeros.

De esa forma llegó Martín Zamora al hospital de sangre. Pero también por allí había pasado el infierno. Muerto a la entrada de la vieja escuela, el mutilado teniente francés Jacques Rousseau había sido derrumbado de su catre al suelo, arrastrado por su pierna sana hasta la calle y aplastada a botazos su cabeza.

Cuando rodeó el hospital y entró por la parte trasera, en plena angustia de suponer lo irremediable para las mujeres que habían servido al doctor Mongrell, Martín Zamora recorrió con desesperación una a una las camas volcadas, los colchones despanzurrados a fuerza de garfios, las estanterías de la botica partidas a culatazos, hasta que al fin, sin poderlo creer, se dio de frente con la niña Mercedes. La encontró en el rincón más alejado y próximo a la puerta, apenas oculta tras un poncho de verano colgado de un clavo en la pared. Desde allí, asomando un ojo desmesurado y brillante, ella lo miraba acercarse desde las profundidades del pavor, muda y acosada por los muertos y los heridos abandonados. Ni el doctor Mongrell, ni su madre, ni sus hermanas, ni la mujer de Torcuato González, se veían entre aquel pandemonio de trapos, quejidos y despojos.

Solo ella y el boticario Legar, oculto y sin intención de salir de bajo la cama donde padecía su larga agonía el comandante Emilio Raña, parecían haber sobrevivido al pasaje de los asaltantes enardecidos.

Martín Zamora se acercó lentamente y temiendo que se derrumbase allí mismo, la abrazó con fuerza un instante, hasta que la sintió aquietada entre sus brazos.

Luego la animó a abandonar aquel lugar terrible, mientras le balbuceaba incomprensibles cariños andaluces sobre su pelo de extraño aroma a cloroformo y alhucema, sin estar para nada seguro de que ella, ahogada en el trauma, lo hubiera reconocido. Y sosteniéndola por la cintura, la condujo hacia la gigantesca brecha que los sitiadores habían abierto a cañonazos en la pared del fondo, justo en el pequeño recinto donde el doctor Mongrell acostumbraba a refugiarse un respiro, para fumar un habano sentado a horcajadas en la silla.