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3 de enero de 1865

Estirada a su lado sobre una lona plegada en la cubierta de la goleta La Africana , la niña Mercedes Orozco permanecía inalterable en su estupor de garganta enmudecida, haciendo girar una y otra vez entre sus pequeños dedos finos los botones de hueso de la camisa de Martín Zamora, quien sólo murmuraba frases para nadie, tratando de adivinarle una respuesta al destino incierto de los días por venir.

Con su cabeza caída sobre el pecho, Martín Zamora guardaba los penúltimos miedos y las últimas imágenes de las cinco de la tarde, el ejército imperial entrando a tranco de caballo y en orden a la ciudad devastada y humeante, con el general Venancio Flores y el mariscal João Propicio Mena Barreto en profundo estado de adustez al frente, sin ánimo para mirarse entre ellos siquiera. Eran los hombres más frustrados del mundo por no tener a nadie que les entregase, con toda la pompa y todos los honores entre los cráteres de la plaza Constitución, la espada del vencido.

Nadie más enrabiado que ellos contra Gregorio Goyo Jeta Suárez. “Impulsivo, degollador, endemoniado deslucidor de victorias”, decían al comprobar que no tendrían trofeos más dignos de recuerdo que las ollas, vajillas y lencerías que cargaban los saqueadores rumbo a los botes del río, para regalar a sus mujeres.

– ¡Mierda! -gritaba el general Venancio Flores en el centro de la plaza-. ¡Dónde está esa mierda que lo quiero fusilar!

Lejos estaba Goyo Suárez a esas horas. Prudentemente lejos, más allá del campamento del arroyo Sacra estaba, esperando que los ánimos se enfriasen y lo dejasen tranquilo en su venganza, pronto a seguir camino al sur y tirar abajo el gobierno de Montevideo, tal como era el objetivo.

Aproximándose más y más entre los promontorios del desastre a los alrededores del puerto, Martín Zamora, con la niña Mercedes cobijada en su brazo y el fusil alerta, llegó a ver al muy taimado de Raymond Harris en la esquina de las calles Treinta y Tres Orientales y 8 de Octubre.

Lejos de precaverse de ser visto, el hombre de Gibraltar gesticulaba con su camisa ensangrentada en el centro de la calle, rodeado por una comitiva de franceses presididos por Jean D'Aragon, un excéntrico fotógrafo de Le Monde Illustrée, a quien el gringo, con sorprendente soltura, ayudaba a ajustar sobre un trípode de bronce el cajón de los daguerrotipos. Luego, enfocaron el aparato hacia la viruela de las paredes mortificadas por las balas del almacén “El ancla dorada” y lo registraron para la posteridad con una espectacular fumarada de magnesio.

– C'est la boutique de ''L’ancre d'or, monsieur…-le explicaba el inglés al francés, tal como si guiase a un turista extranjero entre las ruinas de una antigua ciudad recién descubierta, simulando con desparpajo que no reparaba en Martín Zamora y en la niña Mercedes pasando frente a sus propios ojos, a través de los restos de la misma trinchera por la que ingresaron los sitiadores del asalto definitivo.

“Don Dios es muy bueno, pero don Diablo no es malo”, pensó Martín Zamora mientras dejaba atrás a Raymond Harris, definitivamente salvado entre los tripulantes de la Décidée, imaginando que algún día, en alguna parte, lo volvería a ver.

Caminar desde el portón del oeste por el camino Real hasta el bote que lo llevaría a bordo de La Africana fue todo un martirio, arrastrado entre las turbas temibles y cada vez más numerosas a medida que se acercaba el oscurecer. Pero nada más removedor y terrible de ver que el terror de los vencidos al ensañamiento de los babeantes, o el impotente sentimiento de rata perseguida y capturada que observó en hombres como el gigante negro Guite, desnudo y con una cadena de aljibe enredada al cogote tras sacarlo del río como un gran dorado que revolvía y dividía el agua a coletazos.

“¿Hasta dónde pensaba nadar este energúmeno interminable?”, se preguntó Martín Zamora con la niña Mercedes Orozco sentada a sus pies dentro del bote, recostada a su bota izquierda, con sus ojos en estado de ausencia fijos en la orilla que se alejaba más y más.

“¡Por Dios, vaya forma de morir…!”, comentó el marinero español que remaba río adentro, viendo cómo el gigante negro resistía y caía revolcado en las cenizas calientes de un rancho apagado, retando a los coloridos bandoleros desde su blanca dentadura a que lo mataran allí mismo si es que tenían los huevos para hacerlo.

Pero ellos no lo matarían. Martín Zamora lo sabía. Lo capturarían y tratarían de vender al negro Guite en San Leopoldo, transarían seguro con el traficante Germano Kray en la Casa de la Pastora y la historia seguiría como tenía que ser, pues allí, apacible entre los victoriosos, con su pierna derecha cruzada sobre el pescuezo del caballo y observando la escena del mandingo que resistía, estaba el tuerto Laurindo José da Costa luciendo jinetas de capitán de caballería al frente de Berlamido, de Zé Cardozo, del rubio llagado de nombre Hincuta y otros facinerosos novatos a quienes no conocía, todos cumpliendo con el deber patriota de rescatar propiedades perdidas.

“Que el diablo se los lleve”, pensó Martín Zamora, extendiendo una fina manta de lienzo sobre la niña Mercedes, adormecida en sus pesadillas de cloroformo, dejándose entrar en la noche bajo las primeras estrellas, mientras el contramaestre pelirrojo aparecía con ginebra y tabaco del Caribe.

– El capitán Soãnes me ha preguntado cómo estáis, señor Zamora…

– Estoy bien. Y ella duerme. Por fortuna la pequeña duerme… -respondió, aceptándole el tabaco, armando y encendiendo mientras se acodaba en la borda. Más allá de la costa, adivinándose en la altura de la cuchilla Bella Vista, los escasos faroles tiznados que habían quedado ascendían la cuesta abriendo puntos naranjas en las oscuridades ahumadas de Paysandú.

– Pobrecilla, he visto que no habla… -dijo el contramaestre con pena.

– Algún día hablará…

– ¿Le gusta el mar, señor Zamora?

Alto, flaco y con diez años más de notoria mala suerte, Martín Zamora reflexionó un tiempo sorprendentemente largo antes de responder, como si fuese necesario sumergirse en los recovecos del alma para descubrir las respuestas más simples. Mientras aspiraba hondo el tabaco de Cuba, se preguntó quién de los saqueadores que a esa hora pululaban por la ciudad, repararía en sus papeles de calabozo abandonados en alguna parte, escritos con la única finalidad de que aquellos que tuviesen el deseo de emigrar al Río de la Plata, fueran informados, y en donde se juraba a sí mismo no volver a pisar jamás la cubierta de un barco.

Para colmo, al arreciar en su memoria aquellas olas como carpas de circos enloquecidos a punto de derrumbarse sobre la piel del océano, encrespadas y gigantescas como si hubiesen salido de la pintura de un plato japonés, sintió que destellaba en su frente el desagradable preámbulo del malestar de los viajeros.

Sin embargo, mirando el perfil amonedado del contramaestre en la claridad lunar tendida sobre el río, Martín Zamora sonrió metido en las sombras y contestó, con una tenue ironía manada de su vejez prematura, que sí, que el mar le gustaba como nada en la vida.

– Siempre soñé con ser marino, señor…

– Mejor para usted… -concluyó el contramaestre golpeando la cubierta con la palma de la mano y volviéndole la espalda a la agonía titilante de Paysandú-. Mañana estaremos en otro mundo…

– Para mí ya es mañana… -respondió Martín Zamora. Y abandonando las luciérnagas lejanas del pueblo, encaminó los ojos a las alturas del cielo y los echó a deambular entre las constelaciones de enero.