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Apenas a las nueve horas de iniciado el viaje, once marineros, un capitán y noventa y dos perseguidores de El Dorado ya estaban en alta mar a merced de un viento feroz que amenazaba con colgar la nave de una nube; a cual de ellos más reventado y descompuesto, pues el rolido y el tangaje eran tan fuertes que hombres y maletas, bultos y mujeres saltaban o caían aparatosamente, golpeándose unos contra otros. Y a las diez horas todos estaban mareados, desfigurados por el terror, desencuadernados por las diarreas y el vómito, odiándose los unos a los otros en un feroz espectáculo que duró casi un mes.
E1 capitán y los marineros bajaban a las bodegas cada dos o tres días, dándose palmadas en la espalda unos a los otros, solo para burlarse de los caídos, disfrutando en grande a costa de la zaranda general y gritándole a los viajeros que aquello era apenas un garbanzo naufragando en una olla de caldo enfurecido, si se lo comparaba con los desastres que les esperaban en los días por venir.
Y en realidad así fue, la desgracia fue pródiga con aquellos infelices. Empezando por la terrible noticia del destino burlado.
Pues vaya a saber en qué paralelo y en qué meridiano, con las armas a la cintura, el cretino del mando decidió o más bien ya llevaba consigo la decisión de sus regentes, que el barco no iría a La Habana ni a Santiago de Cuba, ni a Puerto Plata ni a Samaná en Santo Domingo, ni a Maracaibo en Venezuela, ni a San Juan del Sur ni a Tampico ni tampoco a ningún puerto de la confederación norteamericana como esperaban otros.
Durante un rato reinó el silencio. Pero de pronto, aquella gente desgraciada que se miraba entre sí como si la figura del capitán les impartiera solemnidad, estalló de incomprensión.
– ¿Cómo dijo? -fue el grito unánime, una sola garganta impotente lacerando la inmunda piel del océano.