39244.fb2 No robar?s las botas de los muertos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 14

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“Eso dijo: que no a Cuba. Que aquello era un volcán que podía estallar antes de que llegásemos a destino. Que dos días antes de que emprendiésemos el viaje, se había enterado por las autoridades de la empresa naviera, que el presidente Franklin Pierce se había vuelto loco de ambición y se aprestaba a convertir a Cuba en un agregado feliz a los estados esclavistas de la Unión. Enfurecido, el barbudo agregó que la descarada tramoya contra España ya había sido descubierta, que los usurpadores se habían reunido en secreto en no sabía dónde, si en Bélgica o en Prusia, y que hasta habían llegado a firmar un manifiesto para despojar a la Corona.

– Entonces os guste o no, que no a Cuba, pues la guerra se viene… -afirmó.

Y que tampoco a Nueva Orleans, que a Nueva Orleans menos. Que no a ningún sitio de esos. Que por la riqueza en ciernes, las mujeres dadivosas y la falta de exigencia de documentación, comparada con la minuciosidad de la reglamentación americana, a todos los colonos les convenía la Argentina.

– ¿ La Argentina? ¿ La Argentina? -preguntaban una y otra vez.

¿Quién tenía siquiera la palabra Argentina registrada en su cerebro? Nadie. Ninguno de aquellos noventa y dos estropeados, ciegos e idiotas la tenía.

Oh Dios, si habremos protestado… Hubo insubordinación en los corazones de las escasas mujeres y deseos de matar en los hombres que sabían hacerlo. Sin embargo, el capitán nos atiborró de vino y ajo y terminamos por vomitarlo todo a los bandazos junto a las blasfemias y las ratas.

No tardaría en enterarme de que los inesperados cambios de rumbo en alta mar eran más que frecuentes, que los agentes de los armadores se valían de estos bajos recursos para aumentar sus ganancias a costa de los incautos que fantaseaban con el horizonte.

A mitad del viaje, auxiliados por el agua sin límites y la prepotencia de las armas, en lugar de recomendar las refrescadas casas de hospedaje de La Habana, los hostales de Veracruz o los pequeños hoteles de Nueva Orleans o de Saint-Louis, aquellos estafadores terminaban hablando de las bondades de Montevideo o del Chubut, de Colonia del Sacramento o del Rosario de Santa Fe, de la selva de los estuarios y hasta del fondo del Río de la Plata para los declarados en rebeldía. También les hacían saber que de ser cierto aquello de considerarse los mejores trabajadores de Europa, allí estarían las fondas de Jacobson, los almacenes de los hermanos Espinoza y otros semejantes a orillas del Paraná, para que fuesen contratados por los estancieros magníficos. Y de esta manera, muchos de aquellos infelices ligures, marselleses, piamonteses, saboyanos, sardos, napolitanos, andaluces, navarros y vascos de uno y otro lado de la frontera pirenaica, poblaron las tierras del sur americano sin haber tenido nunca la intención de hacerlo.

– ¿Y qué nos espera allá, por Dios, qué nos espera -lloraban las mujeres.

– ¿Qué les espera? Pues no se quejen… -decía el capitán. Y resbalando sobre las palabras como un buen bailarín que no roza a las demás parejas, explicó que seríamos transportados en carretas desde Buenos Aires a las treinta y tres hectáreas donadas a cada uno por el gobierno argentino. Que si evitábamos desmandarnos en el vicio fácil o llorar por las polleras de nuestras madres, comenzaríamos con un rancho de dos piezas, seis barricas de harina, semilla de algodón, tabaco, maní, trigo, maíz para sembrar diez cuadras, diez cabezas de vacuno y dos caballos, todo lo cual equivalía a doscientos pesos fuertes. Un contrato, que de ser cumplido, dijo, nos daría todo en propiedad en cinco años.

– ¡Así que a olvidar los picos de Sierra Nevada o las naranjas rechupadas, porque allá las hay mejores…! -festejaba el indecente, mientras trepaba la escalera que daba a cubierta y dejaba atrás el silencio de los impotentes.”