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Con el estómago destrozado y un odio en el que sumergió su cabeza durante el resto de la lamentable travesía, Martín Zamora vio tierra americana a las veintiocho jornadas de haber iniciado el viaje.
Curiosamente, el acontecimiento de divisar los promontorios del horizonte alcanzó para que muchos olvidasen las iniquidades ocurridas en medio de las aguas y hasta perdonasen la humillante arbitrariedad del capitán. Con sorprendente facilidad acomodaron el pensamiento al frenesí, como si así lo hubieran tenido desde el día en que decidieron abandonar sus camas de olores seculares para apostar a este mundo desnudo. Parecían presentir el néctar de los frutos deleitosos, la abrumadora majestad de las riberas, el encanto agobiante de las papayas, los plátanos, el aguacate, el mango, el café. A cambio echaban por la borda la verdad, la otra verdad, la que iba a brindarles su situación de derrota, que hallaría, acá o allá, el expolio encubierto o la guerra declarada.
Por la noche los infelices cantaban; jugaban; festejaban. Cuando la luna aclaraba el mar tranquilo, bailaban farándulas dando la vuelta al barco. Y se olvidaban de aquellos que postrados en el suelo maldecían haber nacido para ver tan triste espectáculo.
Martín Zamora se preguntaba, acodado en cubierta y amansado por el reflejo de la luna sobre el agua, qué sería de ellos al año siguiente. Diez años más tarde, en las penumbras de Paysandú, se formularía la misma pregunta… ¿Cuántos de los noventa y dos ciegos e idiotas estarían vivos y reproducidos y cuántos más sombreros que cabezas habrán quedado a la hora de las pestes y de las guerras de nunca acabar?
“Porque aquí”, escribió, “tanto el mandria como el audaz, muere matemáticamente, en toda regla, sin error de suma o pluma”.
Sin embargo, Martín Zamora pudo escapar del itinerario prefijado apenas los sorprendió la primera escala en la costa del Brasil.
Decidió que allí sería el fin de su viaje: a once días de Montevideo, doce de Buenos Aires y un abismo a las espaldas que lo salvaría de la brasa para caer en la llamarada.
Cuando al atardecer el barco izó las velas, listo para abandonar el puerto brasileño, un joven marinero de sotabarba diáfana, recostado en el amarradero al pie de la rampa le adivinó las dudas y le dejó caer un comentario de piadosa comprensión:
– ¡Es duro el destierro!
– Duro y cobarde… -dijo Martín Zamora, dándole la espalda en un impulso que lo alejó definitivamente del lugar. Y cuando el barco se hundió en el horizonte para proseguir su viaje bordeando el continente, él ya no estaba en sus bodegas. Se encontraba anclado en una fonda ahumada, dejándose hechizar por la ginebra holandesa, las feijoadas carbonadas con tasajo y el colorido estridente de los vociferantes portugos, gente que parecía no conocer la tristeza.
Mientras tanto, en el jolgorio de una soledad desmesurada, Martín Zamora comenzó a ser, con veintidós años, el que todos conocerían más tarde como El Moro, un hombre con apreciable desgracia y una maldad que en tiempos de panadero no tenía.