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A diez años de distancia todo parecía haber terminado. Y en pocos minutos tendría que dar cuenta ante autoridades desconocidas, por aquel tramo de su existencia de la cual un testigo, su compinche inseparable, el temible Hermes Nieves, aún sobrevivía. Han exigido sus vidas en nombre de una justicia inubicable, han sido declarados culpables por haber caído en incendios, californias, asesinatos y levas de negros fugitivos en una tierra de nadie.
A decir verdad, no le causaba gran desasosiego la idea del fusilamiento público. Sin embargo, a trechos, sus ojos helados saltaban a través del agujero enrejado sobre el río portentoso y brincaban sobre bergantines, cañoneras de guerra llegadas de ultramar, patachos, zumacas de navegación costera o un pequeño bote de corambreros.
Observándolas sentía, curiosamente, que a cualquiera de aquellas inocentes embarcaciones subiría en ese momento sin los terrores y mareos de aquel detestable navío del cincuenta y cuatro, para echar a andar el sueño de un regreso a las radas de Algeciras, seguro de que retornaría pálido, frágil y convaleciente, pero aún lejos de la edad de morir, aunque lo esperasen todos los gitanos sedientos de venganza. Tal vez, antes de que lo acuchillasen, tendría tiempo de sentirse feliz de inundar sus narices con el aroma seco de las fogatas del puerto, donde aquellos viejos marinos acostumbraban a frotarse las manos para calmar los primeros fríos de noviembre y hablar de juventudes inmemoriales, delante de los curiosos que jamás habían flotado por esos mares de Dios.
“Y yo -escribía- oculto entre los eternos corrillos de ignorantes, pero secretamente sabedor, le explicaría a Irene lo que hombres como aquellos viven cuando sus horas se tiñen de oscuridad en pleno día, en medio de montañas líquidas como circos enloquecidos que derrumban y levantan una y otra vez sus carpas. Y luego de contar mil leyendas con hedor a aceite de ballena, abandonaría los puertos para siempre y con mi pequeña mujer flaca huiríamos a refugiarnos en nuestro hogar. Retornaría al cobijo de las ruinosas murallas de Castellar de la Frontera, a pie como los buhoneros, con la ropa hecha harapos y esa brillantez en la mirada de los que acaban de vivir hazañas importantes. Luego ataría con fuerza mis tobillos al piso de nuestra casa de seiscientos años y leería en voz alta los harapientos libracos de historia de mi padre, el panadero. Y créanme, muchachos, no abandonaría jamás las callejas cobijadas de Castellar. Es más, prohibiría bajo pena de sangriento castigo que a la hora de la cena se pronunciara el maldito nombre de América”.