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“Herido en el alma y con una guitarra por toda compañía, acaso por haber conocido un destino de nómada, dejé el puerto y lo dejado atrás, atrás quedó.
Deambulé mucho tiempo de poblado en poblado, sin entender lo que ocurría en esta parte del mundo triturada por brasileños, uruguayos y argentinos, sin poder decidir por más que lo intentase, qué hacer con mi vida. Al fin, oculto en los montes de la hacienda de Terrão al sur de Río Grande, cuando ya desconocía toda noción de triunfo, terminé por abandonarlo todo y me uní a interminables historias relacionadas con hurtos de esclavos, con emboscados y francotiradores, a traición y por la espalda. Me hice hombre armado de Laurindo José da Costa. Él salvó mi vida.
¿Cómo me uní a ellos?… Muy simple. Pasaron por azar frente a mi pequeña fogata al borde del camino, rodearon mi hambruna con carne asada y me admiró la facilidad con que satisfacían la suya, permitiéndose encima los lujos propios de los saqueadores. Fue Laurindo José quien puso en mí su ojo sano, mientras sus hombres comían como perros carne fresca recién robada, asombrados de que la guitarra ablandara lágrimas de emoción al cabecilla.
Ay, mando me siento perdío
porque me aflige la pena.
Ay cuando me siento perdío
con devoción yo le pió
y a mi corazón consuela…
Escucha el fandango mío
que lo que digo es verdá…
Escucha el fandango mió
que al más hombre hace llorá
los tercios si son sentíos
de una copla bien cantá…
Creo que el malandro lloraba y se reía, escuchándome con todo su oído, pero sin dejar de contemplar las astillas del fuego. Y al verlo en sus bruscos cambios de ánimo, aquellos especialistas del alma dejaban oír auténticos aullidos, gritos de victoria, se abrazaban y esbozaban pasos de baile alrededor de los tizones. Y a pesar de que la música que yo abordaba no era más que cartageneras, fandangos y alguna romera a la que yo agregaba letra para Irene, mi amor gitano, el jefe rompió en pago con una buena sonrisa, la primera que me dedicara un hombre crudo en muchos años. Por lo que así de sencillo, por esa necesidad de premio que tiene el sufrimiento, la vida tuvo un giro: Laurindo José me invitó a seguirlo, a sumarme a la gavilla. Siempre y cuando, dijo, llevara conmigo el alma, la guitarra y la canción para Irene. Y yo dije que sí, daría el salto a las tinieblas. Que sí, que aceptaba marcharme con aquellos terribles facinerosos y que el Gran Poder decidiera lo que haría conmigo.”