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“En verdad, eran terribles… Marchábamos de noche, nunca de día. Me obligaban a beber y me pedían música bajo las estrellas, mientras cruzábamos una y otra vez la fácil frontera de la República del Uruguay. Alternábamos las fechorías con cargamentos de cuero, de tabaco y municiones de guerra o escarbando en las minas de oro abandonadas y no tanto… Yo les acompañaba el esfuerzo con la guitarra y me detenía sólo cuando veía polvillos dorados destellando en sus barbas, señal de que una breve riqueza había llegado… De todos ellos aprendí lo que nunca antes. Y Hermes Nieves fue mi hermano de sangre durante estos últimos diez años. El paisaje, las sierras eran su libro, su brújula y su carta de viaje. El cielo le prestó la referencia lejana e incluso conocía la antigüedad exactísima de cada huella. Hermes, Berlamido y sobre todo Laurindo José eran verdaderos doctores del rumbo.

Pero mal andaba noviembre este año, cuando el jefe Laurindo José, tuerto de parche negro en el ojo y una burla de vinagre en la boca, venía de Cangussú en dirección a San Leopoldo. Lo seguíamos seis hombres armados, un tal Zé Cardozo, Víctor, Berlamido, un rubio llagado de nombre Hincuta, mi amigo Hermes Nieves agobiado por la sífilis y quien habla y su guitarra. Arreábamos a una negra fantim llamada Pilar Maisí y dos crías bautizadas libres en el Uruguay, lloronas durante treinta leguas a pie y no era para menos, pues a garrotazos en la cabeza le habíamos medio muerto al marido, un negro salvaje bautizado Almeida, quien desde el fondo del barro en donde quedó hundido, me dejó caer el odio de sus ojos hasta el último instante en que nos perdimos de vista, aunque sospecho que no perdió la vida. Tanto la madre como las niñas marchaban desnudas y descalzas; abrojos, ortigas, espinas, soles de mediodía, frescos de la noche y tajos en los pies. Recuerdo que una de las pequeñas, mientras seguíamos un atajo que no tenía nada de camino, ni siquiera de senda, apenas un impreciso sendero entre bañados, cayó de pronto y se hundió en un charco de barro hasta tragar agua de sapos. Entonces, cuando la ayudé a levantarse para continuar la marcha, su pequeño brazo de chocolate me hizo el efecto de ser tan delgado y tan duro como una ramita a punto de quebrarse. Resultaba increíble que al final del camino pudiesen servir para algo, criaturas de Dios.”