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“Casi al bordear la medianoche, hediendo a verija de caballo, imponente en su ropaje y armamento, José Laurindo da Costa apareció con ruido de ostentosas nazarenas de plata a la cabeza de los hombres restantes.
Y detrás, las prisioneras más lloriconas que se haya visto jamás. Recién cuando las infelices se echaron como perras en el suelo de ladrillo, seguro que dando por descontado haber llegado al fin del camino, los notables se pusieron de pie entre las mujeres sentadas.
El forajido los saludó con ceremonia, sorprendido de que todos lo miraran a él, mientras dos de sus hombres, Hincuta y Berlamido, intentaban en vano acallar el trastorno de las negras desnudas, tapando sus bocas con sus dedazos mugrientos.
Pero aun antes de que se completasen los saludos, como el cuadro era imposible de disimular, el cónsul Guillenea no pudo soportar aquella presencia de asoladora violencia al alcance de su mano y al alzarse hacia adelante hizo correr, con ruido, la silla en la que estaba sentado.
A mi juicio perdió los estribos, olvidó la diplomacia y la naturaleza del territorio donde estaba, para esgrimir un dedo envarado que saltaba enloquecido de las negras a Laurindo José y de este a las autoridades del Imperio. Sin ninguna contención, tal como si le hubiese estallado la pólvora en la espalda, aquel hombre dio un salto que lo apartó de la mesa y se largó a caminar como un jaguar, mientras en cada ida y vuelta volteaba sillas a su paso. Con el rostro congestionado y los ojos brillantes, vociferaba pedidos de ejemplarizante castigo para los indeseables; sobre todo para el malvado insigne, ladrón de criaturas negras en la República del Uruguay, legalizado una y otra vez por la justicia de Piratiny.
Yo permanecí quieto, solo, extrañamente en sombras, por unos instantes adormilado sobre el cuerpo de la guitarra. Hasta que alguien, ignoro si el mismo cónsul o alguno de los gendarmes, topó su humanidad contra el instrumento e interrumpió furioso mis canciones que impedían, al parecer, escuchar con claridad.”