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“-Pero además, señor mío… ¡Yo mismo soy la mejor prueba de lo que vengo diciendo! ¡Una prueba con fueros diplomáticos! Pues yo en persona tomé al negro Juan Rosa y a su familia bajo protección en mi residencia y pedí a las autoridades del Imperio un desagravio para las víctimas y un castigo ejemplar para el sujeto. Pero no, señor, no tuve respuesta. Tampoco la tuvieron decenas de ingenuos como yo. Y pregunto: ¿cuántos testimonios cayeron sobre los escritorios del Juzgado Municipal de Río Grande, en contra de los estragos de este facineroso?… Decenas, mis amigos. Las autoridades brasileñas sabrán lo que hicieron y lo que dejaron de hacer, ¡pero no podrán negar la apariencia de protección imperial al robo de carne humana…!
– No le permito, señor cónsul… -se alteró el presidente João Lena Vieira, enredando sus labios en una baba espumosa que manchó su impecable chaqueta de venado. Desprovisto de caballerosidad, aquel jerarca imperial quitó sin miramientos la silla a una de las mujeres y la apostó violentamente frente a la mesa ubicada justo en el centro del salón. Acto seguido tomó asiento y enfrentó desde allí al cónsul Guillenea, gritando, repitiendo una, dos, tres veces, ‘¡no le permito, señor cónsul!’.
Hasta que al fin, el brasileño logró ordenar sus pensamientos. Y con mejor control, pero sin dejar de gritar, aseguró que la balanza de la injusticia había guardado también un sitio de preferencia para el gobierno uruguayo. Dijo que si el cónsul tenía tiempo y frescura, le haría escuchar una extensa relación de reclamaciones pendientes desde una década atrás, iniciadas ante el gobierno uruguayo por la legación imperial en Montevideo.
– No más de medio centenar de crímenes y hostigamiento contra los brasileños residentes en tierra del cónsul; no más, mi señor… -ironizó João Lena.
El cónsul Guillenea comenzó a arrollar las mangas de su camisa blanca sobre los codos y no aceptó aquello de enfrentar al contrincante de pie en medio de los suyos. De modo que emparejó sus ojos a los del jerarca de Río Grande y tomó asiento lentamente al otro extremo de la mesa, tratando de precaver el tono para que no le emergiera airado.
Era evidente que estaban en el abismo de sus borracheras y también coléricos, pero cada cual contenía lo suyo a los efectos de favorecer el orden de la mente.
Armando ampulosamente sus gestos, João Lena tomó con su mano izquierda el dedo índice de su derecha y le enumeró la primera desgracia sufrida por un ciudadano brasileño, no en tierras sino en aguas uruguayas.
– ¡Fue propio de cobardes! Imaginen ustedes, señores: noche de otoño apacible en la bahía de Montevideo, un vapor de guerra anclado a cien metros del muelle de la Victoria y más allá, frente a las tabernas del puerto, un pequeño grupo de marinos brasileños. Todos alegres y entretenidos por las bondades de una guitarra compatriota que les traía el alma de la tierra lejana… Sin embargo, como dice el refrán, ‘el agua estaba clarita y cayó mierda a la cachimba’: llegaron los provocadores del lugar y lo arruinaron todo. Pues, señores… ¿quién creen ustedes que fue la víctima de aquella cobardía histórica…?
João Lena hizo un silencio de espectáculo… largo… demasiado largo… y más bien propio de la morosidad del que se ha pasado de tragos. Entonces, al fin, denunció que aquella víctima no había sido precisamente un guerrero de peligro y menos un hacendado de renombre, sino el pobre músico que entretenía a los marinos del vapor de guerra Dom Alfonso anclado frente al muelle. Dijo que el mismo almirante Grenfell en calzoncillos debió abandonar el barco y trepar a una canoa para repeler a grito pelado aquella malsana diversión, una salvajada que al final costó la existencia a uno de sus marinos y una atroz herida estomacal al infeliz del músico.
El cónsul Guillenea parecía saber que el jerarca decía la verdad, pero no bajó un milímetro el ángulo del ojo.
– ¡El músico! ¡La víctima fue el músico! Y usted tendrá constancia de que además de balearlo, humillaron al trovador pintándole el culo de negro con alquitrán de muralla. Usted lo sabe, señor cónsul, todos en Montevideo lo saben: ¡el músico murió de gangrena! Sin embargo, al capitanejo que ordenó la balacera lo internaron en un hospital para facilitarle la fuga… Mi Dios… ¡Ninguno de los uruguayos sufrió pena alguna!… Sin embargo… mi Dios… hubo un mes de prisión para los marinos brasileños que participaron en la fregada.
El cónsul percibió miradas hostiles, abruptos silencios y ruidosos tragos de licores rápidos. Pero él embistió sobre las mismas muletillas del hombre de Negocios Extranjeros del Imperio.
– ¡Por favor, señor, no mencione a Dios en este asunto! Usted está enterado de que a esta misma hora, hay curas y obispos brasileños que siguen legitimando crímenes de estos señores aquí parados, sin que nadie emita reproche alguno. A los africanos capturados despojan de la libertad en las mismas pilas bautismales y quedan sus nombres asentados en la parroquia como nacidos de vientre esclavo… ¿Acaso eso no lo sabe?
El bandolero Laurindo José, engallado, dio un paso hacia la mesa y se arrogó la tarea de defender los honores mancillados. Escupió fuerte, sólido contra el piso, y miró al cónsul como estimando a un hereje.
– Demuestre eso que dice, castellano…
El presidente João Lena Vieira, enfurecido por la intervención indebida interrumpió el extravío golpeando de mano abierta sobre el tablón de la mesa:
– ¡Cállate, forajido, para qué crees que estamos nosotros aquí…!
– Sí, señor… -resignó Laurindo José mientras retrocedía un paso hacia sus hombres.
– No, señor presidente provincial… -sonrió cortésmente el cónsul Guillenea-. Permítame que le pruebe a este demonio mis palabras… Sepa que, hace tres meses apenas, el vicario de Villa San Gabriel denunció ante el mismísimo vizconde de Abaeté, que en Santa Ana do Livramento, un cura epiléptico llamado Joaquín Ferreira bautizó como esclavas y de una sola vez, la friolera de veinticinco niñas nacidas en el estado oriental… Es más, la conmovedora ceremonia religiosa ocurrió en la casa del capitán Chagas, un asqueroso reducidor de negros y proveedor de soldados esclavos del general Flores. Pregunto yo: ¿qué pasó con el indigno sacerdote Ferreira? Deje que yo mismo aclare la cuestión, señor… ¡Nada!… ¡Abso-lu-ta-men-te nada. Aquel hijo de Dios se perdió en lontananza con doscientos cincuenta pelados de plata, a cuenta de los documentos fraguados en la parroquia. Y sin que nada ni nadie lo impidiera, dio todas las facilidades para que el traficante Germano Kray revendiera a las niñas en Pelotas como semovientes.
– Tal vez sea cierto lo que dice, señor cónsul… -dijo el presidente João Vieira, reclinándose cómodamente en su silla, su melena blanca despeinada y los ojos de conejo enrojecidos por el alcohol. Prosiguió con cautela, armando cuidadosamente el efecto de las palabras.
– Tal vez sea cierto, pues ya nada me extraña en este mundo… Pero usted me habla de sacerdotes desconocidos… Sin embargo, yo estoy en condiciones de referirle desmanes de sus mismos gobernantes contra súbditos del Imperio… ¿Qué me dice, señor cónsul, de sus piromaníacos compatriotas? Del asesinato en Cural de Piedras del brasileño Juan da Silveira, su mujer, sus cinco hijos menores y un huésped que los visitaba, a manos del coronel Trifón Ordóñez quien los incendió en su propia vivienda, solo porque se negaron a tragar pimienta con pólvora. O de José Lindonga, el comisario de Cerro Largo quien prendió fuego al calabozo cerrado a dos vueltas de llave con tres brasileños dentro, los ciudadanos cantores José de Santana, Manuel Leão y Carlinho do Couto, todos convertidos en pocos minutos en tristes muertos cuando tenían toda una vida por delante… ¿Lo recuerda, señor cónsul?
– No… -contestó Guillenea con serenidad. El cónsul uruguayo terminó el vaso, lo llenó nuevamente y cruzó las manos sobre la mesa-. Lo que sí recuerdo es la alianza siniestra entre Manuel Marques de Noronha y este señor aquí presente, Laurindo José da Costa. Los dos, seguidos por los mismos secuaces aquí presentes, tomaron por asalto a toda la familia de la negra Carlota Olivera en la costa del río Olimar. Según lo que pudimos saber por el testimonio de un tal Prusiano Santos, desertor de la gavilla, a la negra Carlota le degollaron el marido y a ella le ataron las manos y la colgaron de los tirantes del techo, mientras estos señores discutían en medio de la borrachera, si debían matarla o no. Al fin, la dejaron colgada. La abandonaron allí, confiados en que moriría de hambre, y se llevaron a sus hijos Cleto, Higinio e Inés, ninguno de ellos mayor de trece años…
– Esa es la versión de un desertor de gavilla y nada más. Delirios, señor cónsul…
– Pues no, señor. La versión del desertor ilustra solo una parte de lo que ocurrió después. Por él se supo que los subieron a las canoas, bajaron por el Olimar hasta el Cebollatí, entraron a la laguna Merín y desembarcaron en la capilla del Taluim donde vendieron a los niños… Pero no fue sólo Prusiano Santos quien contó esta historia en Cangussú… Fue la misma Carlota, cargada de llagas y agonías, quien llevada por esas fuerzas sobrehumanas que da el amor de madre, rompió las prisiones y logró arrastrarse hasta llegar a las autoridades de la villa de Maldonado. Acompañada de dos hombres y de los papeles correspondientes, la infeliz intentó seguirles el rastro, pero solo logró ubicar a Higinio, el mayor de sus hijos. Hasta ahora se desconoce el destino de los otros dos… ¿Qué le parece? ¿Delirios o niños desaparecidos?… Y sin embargo, señoría, aquí, en esta misma taberna, cualquiera puede ver a don Laurindo José da Costa con tres niñas y una madre, enteramente desnudas y prisioneras a sus pies, a punto de tomarse unos tragos con su gente y con toda la tolerancia de las autoridades brasileñas.
– Ya lo veo… -concedió inexplicablemente el presidente João Vieira, como si de pronto hubiera arremetido contra él una gran desilusión o hubiera comprendido repentinamente, mirando sin ver a aquellas criaturas humilladas, que semejantes ruindades eran culpas más de los tiempos que de los hombres.
Era evidente que aquel duelo entre buenas memorias y reseñas de atropellos los había fatigado.
Se hizo un silencio de moscas en la Casa de la Pastora y al fin levantó un dedo anillado de plata hacia el oficial de gendarmes que observaba atento desde el mostrador y le ordenó que metiera a todos en un calabozo hasta que el juez hiciera su trabajo.
– Pero no festeje todavía, señor cónsul… -advirtió volviendo hacia Guillenea el mismo dedo de plata-. Los atropellos del gobierno del Uruguay contra los infelices cuarenta mil brasileños que viven en su país repercuten por todo el Imperio y superan con creces sus líos con negros borrachos y alborotadores. A esta altura de la madrugada, puedo asegurarle que tanto al emperador don Pedro, como al general Venancio Flores y a su amigo, el general Mitre… se les terminó la paciencia…”