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28 de noviembre

Tal vez el inglés tuviese razón y ambos, cada cual a su modo, sobreviviesen al cruento sitio de Paysandú, pero ese solo hecho no alcanzaría para convertir a ninguno de ellos en un personaje memorable.

Más aun, de no haber sido incluido en los escritos de prisión de Martín Zamora, aquel inglés hubiese quedado relegado sin remedio, desde su entierro intrascendente en el pasado siglo, a un olvido sensato y sin llanto alguno.

No obstante, el nombre de Raymond Harris bien pudo tener la oportunidad de sumarse a la nómina de los grandes promotores de las bellas artes del Río de la Plata. Pudo haber sido un adelantado, un precursor de los negocios del óleo y la acuarela, si no fuera por la deuda humillante que contrajo con el presidente Bartolomé Mitre, la noche del vernissage en que inauguró su esplendoroso salón de arte de la calle Piedras al mil doscientos, el primer día de enero de mil ochocientos sesenta y cuatro, año realmente siniestro para cualquiera que estuviese ubicado a tres naciones a la redonda.

El capitán Harris había llegado a Buenos Aires como tantos otros hombres de dudosa utilidad, tal vez a instancias de uno de aquellos pelucones obsesionados en atraer al Plata a “destacados elementos de progreso”, capaces de disimular los terribles errores del gobierno. O de aportar respuesta a la acuciante apetencia de cosas finas y elevadas del espíritu que padecía Buenos Aires, una aldea lacustre sostenida en pedestales de bosta vacuna y donde todas las invenciones de París, aunque opacadas por la humedad del delta, se hallaban representadas por mil fantasías de bronce y oro.

Es seguro que ninguno de aquellos refinados se preocupó jamás de comprobar tras las bambalinas del teatro cotidiano, si los “elementos” como Harris, una vez desembarcados y sueltos a caminar por la Avenida de Mayo, llenaron o no alguna vez ese vacío.

Se sabe por una carta de un tal Pierre Priet de París, dirigida al presidente Bartolomé Mitre, que el oficial inglés viajaba a menudo entre Inglaterra, Francia y España, que tenía casa en Gibraltar y que mantenía con el nombrado relaciones comerciales “desde muchos años atrás con recíproca satisfacción”.

En aquella epístola, intacta por muchas décadas en su amarillo meón, se recomendaba a la persona del inglés, presentándolo como propietario de una “deliciosa colección de cuadros adquirida al prestigioso conservateur et peintre francés Paul-Louis-Marie Bouillon-Landais, muy vinculado al museo de Marsella”, cuya venta se proponía al gobierno argentino para la formación de un museo en Buenos Aires.

Si bien monsieur Priet señalaba en la carta que el señor Harris se adaptaría con creces “a las instrucciones que Su Excelencia tuviese a bien hacerle”, adoptaba luego un tono de ligera insolencia y conminaba al gobernante argentino a que, “si piensa tomar alguna determinación sobre esta colección descubierta y redescubierta por el gran Stendhal en su tercer viaje a Marseille en mil ochocientos treinta y seis, la respuesta urge tenerla lo antes posible en atención a que el amigo Harris se propone hacer un viaje bien pronto a Nueva York, caso que no conviniere su oferta”.

El trecho que va desde la respuesta del presidente a la decisión del oficial británico en cuanto a otorgarle preferencia sin más a Buenos Aires sobre Nueva York, se ignora. Sea como fuere, lo cierto fue que el caballero, rápido y fulminante, terminó por desprenderse de un documentado cansancio de guerra en la India, abandonó Gibraltar y partió hacia el Río de la Plata con su acervo de veintidós óleos en un viaje de vómitos y vientos adversos que le hicieron llegar, pálido como una sábana, recién tres meses más tarde de lo previsto.

De todos modos, montó la exposición de cuadros en un acogedor y luminoso salón de la calle Piedras al 1200 y a ella concurrieron los pintores de esos días, las damas de esos días y las autoridades de esos días. Entre ellos, el ministro de Guerra general Gelly y Obes y el mismísimo presidente Bartolomé Mitre en persona, enfundado en un sobrio traje de cachemira azul marino, chal de vicuña con flecos y un chambergo en la mano. A su lado y sin abandonarlo un momento, tenía al general Venancio Flores vestido de civil.

La trampa bochornosa en que cayó Raymond Harris fue la tradicional subestimación de la ilustración pictórica de los presidentes, pues el mismo Mitre, sin que ningún asesor de arte estuviese a su lado para informarlo, no tardó en percibir con asombro que estaba ante uno, dos, tres cuadros falsos, que le hicieron presumir que los restantes diecinueve no tenían por qué escapar de su terrible sospecha. El primero fue una burda copia del retrato del “comedien Preville” del oscuro Jean-Cesar Eenouil; el segundo, un plagio excesivamente iluminado de las ruinas romanas de Giovanni Griffoni; y el tercero, vaya ironía del destino, una formidable imitación de alguna de las tempestades marinas del Atlántico con náufragos incluidos, de Joseph Vernet, el pintor de los mares de Luis XV. Sin embargo, a pesar de que estuvo a punto de exteriorizar allí mismo su indignación ante tamaña estafa, el mandatario argentino no hizo el menor escándalo ni dio indicio alguno de lo que había descubierto por sí mismo. Excepto, ante el general Venancio Flores.

Con un gesto tan frío como amable, Mitre tomó a Flores del brazo, le informó acerca del descubrimiento y allí mismo elaboraron una estrategia a seguir con el inescrupuloso inglés. A continuación, el presidente ordenó a un secretario que trajese ante él a mister Harris, quien ausente de lo que se tramaba, se encontraba al otro extremo de la sala alternando con “una señorita de apellido Graham, a la que intentaba derribar en su cama esa misma noche.

Y así fue que lo pusieron entre la espada y la pared.

Evidentemente muy divertido, el presidente Mitre le dijo que aquella exposición de “lo mejor del arte europeo” era tan oprobiosa y ofensiva para la sociedad bonaerense, que su delito justificaba por sí solo el fusilamiento sumarísimo y que era fácil suponer que, ni en la embajada británica ni en ningún sitio, nadie movería un dedo ni pondría el grito en el cielo por la suerte corrida por un delincuente bilingüe como él. De modo que le daba la oportunidad de corregir una mínima parte de la burla y cumplir con una función de verdadero servicio a la nación que estaba ofendiendo.

Para un hombre como Raymond Harris, quien juró y perjuró que nada sabía de aquella estafa, aquel fue un momento muy difícil.

“¿Qué desea usted que haga, Su Excelencia?”, preguntó con suavidad, sin levantar la mirada de las puntas charoladas de los botines del presidente.

Y en un instante, con la complicidad del ministro Gelly y Obes, le maquinaron la misión: se iría con el Ejército Libertador del general Venancio Flores a derrocar el gobierno del Uruguay. Luego desertaría y se fugaría a Paysandú para informar desde adentro acerca de los movimientos e intenciones de aquella importante guarnición.

“Muy sencillo. Realmente, muy sencillo…”, dijeron mientras levantaban en un brindis tenue sus copones de champaña.

Esa noche, a la misma hora en que el capitán Raymond Harris ingresaba engrillado en una mazmorra del Retiro, cuatro gendarmes con los torsos desnudos hacían una formidable fogata en el patio trasero del caserón de la calle Piedras, carbonizando sin la menor consideración, once “soberbias creaciones” de Émil Loubon, François Gérard, Auguste de Forbin, Marius Engalière, Jacob Voet, Erasmus Quellinus, Gaspar de Crayer, Lavinia Fontana, Viviano Codazzi, Thomas Couture y Simon Vouet, salvándose las once restantes por picardía del presidente Mitre, quien las fue obsequiando una a una como verdaderas a sus propios ministros, con excepción de la voluptuosa ninfa de los jardines de Le sommeil de Pomone, un remedo increíblemente digno de la pequeña pero fortísima composición de Gilles Garcin y que el presidente regaló al general Venancio Flores como humorístico recuerdo de la noche más bochornosa que haya vivido Raymond Harris en su vida.