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29 de noviembre

Antes del amanecer, dos de los veintiocho hombres que estaban bajo el mando del capitán Masanti entraron al calabozo y despertaron a Martín Zamora de mal modo, anunciándole que tenía autorización para trasladar el cuerpo del bandolero brasileño hasta el cementerio.

Por un momento temió que aquello fuese una farsa y buscó en el bulto de Raymond Harris alguna especie de ánimo, pero el desgraciado dormía como un inglés o simulaba que dormía. De modo que se puso de pie, enfundó la camisa dentro de los pantalones, se calzó las botas y luego comenzó a manipular el cuerpo de Hermes Nieves tratando de sentarlo sobre el catre. Fue inútil. Estaba rígido como un poste y apestaba como el desayuno de un buitre. Los dos individuos se impacientaron y le dijeron que no había tiempo que perder, que no tuviese miramientos en arrastrar el cadáver de aquel negrero hasta la salida, pues afuera un carro le facilitaría el traslado al camposanto.

En silencio, Martín Zamora tomó el cuerpo por los sobacos, trepó los escalones de espaldas y medio agachado lo arrastró hasta el patio central, hasta depositarlo cuan largo era en el interior del pequeño carro que habían dispuesto para la ocasión. En ese instante, mientras enderezaba su espinazo y se erguía, sintió que la luz celeste del principio del día le llenaba los ojos de lágrimas.

Fue una emoción involuntaria, pues durante días había buscado infructuosamente dejarse invadir con aquella luminosidad mediterránea a través del ventanuco del calabozo, convencido de que no la vería nunca más, que no se la dejarían ver, que terminarían con él a la menor oportunidad antes de la salida del sol.

Pero no estaba ocurriendo del modo que había temido.

En realidad, el capitán Hermógenes Masanti había pensado con acierto que el andaluz Martín Zamora, un hombre con el corazón puesto en ningún sitio, podía ser más útil vivo que muerto. Y eso lo comprendió pronto mientras tiraba del carro, cuando al trasponer trincheras y fogones para desembocar en la calle Yaguarón, uno de los soldados le ordenó detenerse frente a la portada del cementerio, pues lo que seguía, dijo, era tarea del enterrador y no de él.

Un hombre escuálido, de sombrero de fieltro y pañuelo negro anudado al cuello, se metió entre las varas del carro y se lo llevó por el sendero de las tumbas. Martín Zamora miró por última vez los pies del bandolero, amarillentos allí donde no los cubría la mugre carbonada de sus últimas andanzas y dijo en voz baja, como una reflexión de frontera a modo de despedida:

– Hermes, saliste de la nada y hacia la nada vas…

Luego se volvieron por el mismo camino. Cuando llegaron nuevamente a las primeras trincheras y se detuvieron, Martín Zamora observó los alrededores y por primera vez tuvo una idea de lo que era en verdad la zona fortificada: a lo sumo, seis u ocho cuadras de largo por dos de ancho, teniendo en el centro y a lo largo a la calle 18 de Julio, la principal de la villa. Fuera de esa zona, quedan algunas casas coloniales y casi un centenar de ranchos de adobe y paja, en su mayoría viviendas aisladas en medio de grandes baldíos y consideradas inútiles en la planificación defensiva. No se veía humo de cocinas sobre las techumbres y todo permanecía inmóvil en las inmediaciones bajo la luz avanzante del amanecer. Era evidente que la mayoría de sus habitantes ya se habían ubicado dentro de los límites de la defensa o, tal vez, algunos estuviesen esperando en algún sitio la protección del ejército de Venancio Flores.

A medida que observaba las manzanas vecinales, enlazadas entre sí por las rudimentarias trincheras que cerraban las bocacalles en forma continua, Martín Zamora recordó las palabras de Raymond Harris y se convenció aun más de que la idea de Leandro Gómez de presentar batalla era una locura.

En eso, uno de los hombres aindiados le tomó el brazo y lo indujo a caminar hacia la plaza:

– Vamos, gallego, el capitán Masand quiere verlo…

– Me llamo Martín Zamora y soy andaluz…

– Gallego o andaluz, lo mismo da… -dijo el indio y lanzó un potente salivazo que se expandió afrentosamente sobre la punta de una de sus botas.