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El edificio de la Comandancia Militar, situado en la esquina de las calles Florida y Monte Caseros, hervía en sudores de verano y menesteres de guerra. Allí tenía el coronel Leandro Gómez su residencia y su despacho.

Vigilado de cerca por uno de los hombres que lo acompañaron al cementerio, Martín Zamora esperó de pie con los brazos cruzados sobre el pecho, a que el otro volviese de anunciarlo al capitán. Estaba en el rincón de un gran patio apenas sombreado por un parral de plantación tardía y alcanzaba a divisar, a lo lejos, la maraña de mástiles de los barcos imperiales del Barón de Tamandaré, prontos para entrar en acción.

Nadie ignoraba que en caso de que las naves brasileñas iniciaran el bombardeo, no habría medios en la plaza para responderles; apenas cinco piezas de artillería, tres de hierro y dos de bronce, cuyo poder no alcanzaría para mojar las balas en el río.

Sin que tuviese la menor idea de lo que querían hacer con él, Martín Zamora se sentía extraño, muy extraño. Buena parte se debía al contraste entre el espacio opresivo del calabozo y aquella estancia a cielo abierto, pero donde todo indicaba que, en poco tiempo, se vería involucrado en otro infierno ajeno a su voluntad.

“Si pudiera fugarme lo haría”, pensó…

Sabía que nunca se habían visto tantos barcos extranjeros apostados en las inmediaciones del pequeño puerto, pues el guardia del calabozo le había comentado a lo largo de los días, las llegadas sucesivas de las cuatro cañoneras de Italia, Francia, Inglaterra y España, cada una de ellas con la misión de proteger los bienes de los compatriotas residentes en la ciudad; o de los dos buques de guerra argentinos al mando del almirante Murature, espía de la situación y apoyo discreto del general Venancio Flores.

Pero el plato fuerte, impresionante en su magnificencia ominosa, fue la llegada de las cinco naves de guerra brasileñas y sus treinta y cinco cañones destellando como piedras engarzadas cuando el sol les daba en algún punto de sus bocas. Todas detrás del aparatoso Recife con la bandera imperial de Pedro II al tope, el novedoso vapor de rueda en donde mandaba, bebía y comía hasta la saciedad el Barón de Tamandaré, almirante de la escuadra.

Sarcástico, grandulón y profusamente entorchado sobre su levita azul con botones de plata, vistiendo unos ajustados calzones blancos metidos al descuido en sus botas de mar y exhibiendo una imprudencia premeditada para llevarse los muebles por delante, el Barón se sentía y se sabía dominador del río, policía de todos los puertos y amedrentador del coronel Gómez, a quien había enviado la graciosa nota comunicándole que “de ordem del Excelentísimo Senhor Almirante Barão Tamandaré, Comandante da força do Brasil no Rio da Prata, o porto de Paysandú acha-se bloqueado, e por tanto vedada a sua entrada”.

Pero Martín Zamora sabía que a pesar de la prohibición de todo contacto y de todo intercambio entre los mercaderes navieros y los habitantes de la ciudad sitiada, un festejado incidente había ocurrido entre uno de sus compatriotas marinos y las autoridades del bloqueo, sin que estas se hubiesen atrevido a cumplir la amenaza de fondearle la embarcación. Se trataba del capitán Gabriel Soãnes de la goleta española La Africana, quien se negó a acatar la orden de detener su descarga de mercaderías en el puerto. En las mismas narices de los brasileños, el oficial bajó con dos botes y se largó a remar con sus marineros enarbolando la bandera española, hasta llegar a tierra sin que nadie se atreviese a cerrarle el camino. Luego vendió sin más trámite su cargamento de artículos de almacén destinado a los vecinos de Paysandú y, de vuelta a su barco, tuvo la osadía de tocarles una clarinada retadora desde el bote.

Le hubiese gustado conocer a aquel descarado hombre de mar, pues por el nombre de la goleta era muy posible que el tal Soãnes viniese de Algeciras o de Cádiz o de Tarifa o de algún otro de los puertos del sur de España.

También había escuchado que la cañonera española se llama Vad-Ras y se la sabía anclada a menos de doscientos metros de la cañonera francesa Décidée. Entonces experimentó el cosquilleo impertinente de quien se repite una vez y otra vez, que si la Providencia le ofrece la oportunidad de fugarse lo va a hacer.

– Ni lo piense… -dijo con peligrosa suavidad el capitán Hermógenes Masanti, aparecido a su lado sin que lo notara.

El oficial recorrió detenidamente la respetable estatura del andaluz y sin agregar palabra le extendió una hoja de papel.

Perturbado, Martín Zamora la tomó y leyó:

“Siendo el deber de todos los orientales que puedan desenvainar una espada, cargar un fusil o empuñar una lanza, defender la independencia nacional y salvar su dignidad y con ella el honor de las familias de los habitantes del Estado, el Jefe Superior de las fuerzas al Norte del Río Negro dispone lo siguiente:

Art.1º. Todo oriental desde la edad de catorce años para arriba concurrid a la Comandancia Militar de Paysandú al toque de generala.

2º. El que no cumpla con lo prescripto en el artículo anterior, además de ser castigado discrecionalmente por la autoridad superior, se publicará su nombre por 30 días consecutivos con el negro dictado de infame y cobarde.

3º. Todo vecino del Norte del Río Negro a quien sea simpática la independencia del Pueblo Oriental y quiera defenderla con las armas serán aceptados sus servicios.

4º. Dése en la Orden General a las fuerzas del Norte del Río Negro y publíquese por la prensa.

Leandro Gómez”

Martín Zamora levantó la mirada y se encontró con la sonrisa burlona del capitán.

– Supongo que por ser usted “un vecino del Norte del Río Negro”, el artículo tercero le viene como anillo al dedo…

– ¿Significa que estoy salvado?

– Significa que se salvó de las brasas para caer en la llamarada, como escribió usted mismo en sus papeles… Ahora se integrará al piquete de escolta bajo mi mando.

– Sí, señor… -dijo Martín Zamora, sin dejar de mirar los mástiles de los buques que bloqueaban el puerto.