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30 de noviembre

Unas pocas horas le bastaron a Martín Zamora para hartarse de escuchar el nombre de Venancio Flores. Lo nombraban para insultarlo, para darse coraje, para triturarlo en maldiciones, para emparentarlo con Satanás o para echarle la mala suerte de una mala muerte en la próxima batalla. Le ocurrió cuando esperaba el turno para que le diesen el “arma de matar macacos”, mientras se integraba a una larga fila de hombres inquietos, en el patio de la Comandancia Militar.

Por unos instantes Zamora fue último en la cola, pero en pocos minutos tuvo una veintena, medio centenar de voluntarios detrás, que para su sorpresa no eran solo blancos, sino también colorados, argentinos y brasileños. Su estatura lo hacía parecer un fenómeno entre los demás hombres y su rostro enigmático, curtido por años de intemperie, se veía como un paisaje indescifrable después de la sequía que atraía a los demás, que les llamaba la atención y lo convertía en bienvenido a la hora de sentirlo un interlocutor en las injurias contra el general Flores.

En realidad nadie sabía quién era Martín Zamora. No lo reconocían como a un prisionero reciente y aunque lo hubieran hecho, seguro que no les hubiese interesado el antecedente, pues la guerra siempre es un refugio para quien lleva una mala historia a la espalda, además, tampoco había mucho tiempo para comparar confidencias.

– El traidor Flores quiere mostrar los dientes, pero le haremos tragar tierra… -dijo un jovencito de camisa blanca y pantalón negro a rayas finas llamado Joaquín Cabral, un argentino vendedor de cigarros, tan diestramente peinado que Martín Zamora alcanzaba a ver las marcas dejadas por el peine húmedo.

– ¿Es cierto que tres mil hombres lo siguen, señor? -preguntó un hombre negro, de ojos desmesurados, mientras se ataba al cuello un pañuelo blanco como la leche.

– A tres mil no llegan. Flores tiene unos dos mil cuatrocientos hombres y un poco menos el general Souza Netto. Pero no atacará hasta que lleguen los doce mil imperiales del mariscal Mena Barrero que le hacen falta para sacarse el cagazo…

– ¡Lindo baile si no llega Lanza Seca! -dijo alguien refiriéndose al general Juan Sáa, perplejo, tomando conciencia tal vez, de que el número de defensores no llegaría jamás a mil.

– No se achique, amigo. Hemos comido tocino con más pelo que este y no nos ha raspado el gañote…

En alguna parte, Venancio Flores había dicho que tres días a cañonazo continuo le bastarían con creces para quitar de en medio a Leandro Gómez, sin necesidad de perder un solo hombre. Luego marchaba a Montevideo y con el respaldo civilizado de los importadores ingleses, los tenderos franceses y los artesanos italianos, tan temerosos siempre de que les bombardearan de nuevo las vidrieras de sus tiendas y los depósitos de barricas, le quitaría el sillón presidencial a Atanasio Cruz Aguirre.

Bajo el sol cada vez más vertical de diciembre, Martín Zamora recordó que en numerosas oportunidades el tuerto Laurindo José se había referido a Venancio Flores con respeto. Mencionaba batallas legendarias en las guerras argentinas, encuentros de caballeros generosos o detalles de su imperturbable firmeza a la hora de ordenar fusilamientos de oficiales como lo había hecho en la villa de la Florida.

Sin embargo, mucho antes de que llegase a Paysandú como prisionero del cónsul Guillenea, desde los tiempos de las andanzas con la gavilla a un lado y otro de la frontera, de solo escuchar en las cantinas, en los bailongos o en los fogones de las fazendas de Río Grande, Martín Zamora fue juntando poco a poco constancias de que al general Flores lo odiaba el país entero y que su figura parecía no tener, por lo menos desde lejos, mayores atractivos para seguirlo. Y que salvo un puñado de advenedizos con indescriptible capacidad de odio, su ejército de casi dos mil hombres se integraba con esclavos regalados, convictos extraídos de las cárceles y decenas de inminentes desertores.

“Debe ser un hombre que no conoce el sueño tranquilo”, pensó Martín Zamora, mientras dejaba ir la mirada hacia el ominoso campamento enemigo.

Cuando le llegó el turno y entró, fue un alivio saber que había un fusil Remington en buenas condiciones para él, pero le inquietó no hacerse de tantas municiones como había esperado.

Mientras deambulaba por el gran patio calcinado por el sol a la espera de que alguien emergiese con nuevas órdenes, Martín Zamora compartió con otros voluntarios opiniones sobre las armas y las fuerzas enemigas, y terminó por asombrarse de hasta qué punto la desproporción numérica corría pareja con la desigualdad en los armamentos. Fue entonces que se preguntó cuál sería el destino del infeliz Raymond Harris, a quien en ese mismo instante se lo figuraba comiendo en un ofendido silencio, absolutamente solo en el calabozo de la Jefatura, con los codos muy separados sobre la mesa y los ojos clavados en un plato demasiado lleno.

“Él también puede ser más útil vivo que muerto”, pensó.