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El guardia, un individuo aindiado, indiferente y sombrío, lo observó comer sin apetito y respondió con parca gentileza a sus preguntas. Por él supo Martín Zamora que hasta el cercano ayer, Paysandú era una ciudad de cierta prosperidad, con más picardías en los zaguanes que revueltas en los sótanos, construida al capricho, con las calles limpias y casas hogareñas de un solo piso, un pequeño mundo austero y sólido, recostado en perpetua somnolencia sobre la cuchilla que cae al río Uruguay. También por el soldado supo que el dinero que circulaba era en papel, el oro para los grandes valores y la guerra un baile sin fin a toda orquesta, a un paso de carcomer los huesos de la gente anónima.
Y por lo que dijo el guardia, también dedujo que los imbéciles son los mismos que en cualquier parte del mundo. Aunque de ellos, menos de mil dispuestos a resistir con las armas una horda de militares brasileños, uruguayos y argentinos, a cual de ellos más insatisfechos, aventureros de diversa laya y terratenientes apasionadamente hostiles.
Pero Martín Zamora sintió que no tenía mayores deseos de conocer más de lo que ya sabía acerca de los habitantes del lugar. Más bien le había hecho un sitio de preferencia al pesimismo y no le quedaban fuerzas para juzgar los sueños de quienes aún guardaban esperanzas para hacer de aquello una cosa distinta. La conciencia de la decrepitud física es algo muy difícil de sobrellevar y por entonces sentía que le titilaba más que nunca el párpado izquierdo, que nada lo diferenciaba de un pingajo colgando del abismo, de un vagabundo inexpresivo que seguía el contorno del paisaje y miraba lo que podía ver del cielo, perdiéndose en nostalgias de lejanas cantinas con mesas manchadas de grasa, de música valseada en recintos ahumados, con ruido de sillas y de vasos, confusión de voces y mujeres maquilladas fáciles de contemplar.
“Nunca volveré atrás. Lo he perdido todo…”, pensaba.