39244.fb2 No robar?s las botas de los muertos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 40

No robar?s las botas de los muertos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 40

39

Estuviese donde estuviese en las horas de las medianoches insomnes, Martín Zamora siempre sintió deseos de escribir sus pensamientos. Sin embargo, esta vez pensó que no debía pensar; que más bien estaba en uno de esos escasos momentos de la vida en que es más fácil obedecer que entender, que de nada servía acomodar su cabeza y trasladarla de la reciente condición de condenado a muerte en que estaba hacía apenas unas horas, a la de un defensor de la villa bajo las órdenes de Leandro Gómez. Piensa que así, igual que él, debieron sentirse los jovenzuelos andaluces tomados por la leva, incorporados por la fuerza a los ejércitos del Rey y llevados a las guarniciones de Cuba o a las Canarias o a las tierras del mismísimo demonio. Y ahora, vaya broma siniestra que le hacía el destino: de condenado a muerte por traficante de esclavos a voluntario defensor de las leyes en una ciudad insignificante que se aprestaba a desaparecer del mapa. También pensaba con resignación en la incoherencia desmadrada en que le había sumido la vida, puesto que en los últimos diez años no había hecho más que ser el enemigo de alguien: el enemigo de los gitanos, por convertirse en el seductor prohibido de Irene, la hija de Jeremías el Corto; o el temido monstruo nocturno de los niños de órbitas desmesuradamente blancas, el enemigo mortal de los negros en fuga; o el enemigo de los uruguayos, siempre hostigados por brasileños y argentinos; y por último, como por arte del diablo, enemigo de sus recientes amigos, los brasileños.

Pensaba que moriría muy pronto. Moriría no como un héroe, sino como un enemigo, zarandeado por un desconocido infierno, al igual que aquel cascarón indecente que debió conducirlo a la isla de Cuba y terminó por arrojarlo a un sitio en donde aquellos gitanos que le quitaron a Irene serían apenas ingenuos angelitos de pecho.

Martín Zamora se rascó furiosamente la cabeza y sintió su cuerpo necesitado de un baño de agua clara. ¿Cuánto hacía que no corría el agua sobre su lomo, sobre los ojos cerrados, sobre las costras de los pies, sobre su alma sucia?

A su lado, mientras se hundía en una maraña de cuestiones destinadas a sobrellevar la noche que se instalaba, los soldados se alertaban de que el ejército de Venancio Flores había abandonado el campamento del arroyo Sacra y se aproximaba lentamente a la ciudad en formación de batalla.

Un indio teniente de apellido Mandacurú le interrumpió el pensamiento para ofrecerle un tabaco y advertirle que la pólvora comenzaba a calentarse sin que hubiera vuelta atrás.

– Vea… -le dijo-. Ya no habrá horas para el sueño…

Martín Zamora ordenó su conciencia y vio de pronto a Hermógenes Masanti, solo y adusto, parado en el marco apenas iluminado de la puerta de la Comandancia. Con simpatía comprobó que su figura tenía el mismo perfil de naranja mortecina, que aquellas figuras cotidianas que él había entrevisto desde el ventanuco del calabozo, cuando eran marcadas a medianoche por los faroles de Paysandú. Era una luminosidad muy tenue y al mismo tiempo muy vívida, muy propia de aquella pequeña ciudad, y que había logrado aliviarle las malas horas provocadas por Hermes Nieves entre quejido y quejido.

“Una hermosa estampa”, se admiró Martín Zamora en el mismo instante en que Hermógenes Masanti reparó en él.

– ¿Cómo se siente usted? -preguntó de improviso el capitán.

– Agradecido, señor…

– No dirá lo mismo mañana a esta hora…

– Estoy preparado, señor… Sólo me preocupa una cosa…

Hermógenes Masanti lo miró con el mismo sesgo inclinado de quien sospecha de qué se trata.

– ¿Se refiere al inglés? -aventuró.

Martín Zamora asintió, sorprendido de que aquel hombre tuviese un pequeño sitio en su cerebro para pequeñeces ajenas.

– No es mal hombre, señor, no es mal hombre…

Hermógenes Masanti se quedó pensativo.