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2 de diciembre

Martín Zamora pasó la madrugada del dos de diciembre vagando por las calles atrincheradas como un fantasma contrariado. El calor de la noche, agobiante y húmedo por la proximidad del río, olía cada vez menos a humo de rescoldos mortecinos y había convertido todos los sitios en donde se agrupaban los defensores, en un solo e inmenso corral de hombres, con olores de hombres, suciedad de hombres y ruidos de hombres. Nadie dormía. Y si bajaban los párpados, era para imaginar cómo serían un día después las mismas calles, las mismas paredes, los mismos parrales, los aljibes, las camas y los platos de todos los días.

Decididamente, se sentía solo e inquieto.

“Sin mujer, un hombre no es más que una broma cruel”, se lamentó mientras miraba el cielo estrellado, buscando distancia. Hasta que al fin, se decidió y cruzó la plaza con el fusil en la mano, encaminándose al caserón de la Jefatura.

No necesitó de mucha observación para darse cuenta de que allí todo había cambiado en pocas horas. También la Jefatura había sido convertida en cantón y a su frente ya estaban apostados diez reservistas y cuarenta soldados de la compañía de Tacuarembó al mando del comandante Pedro Ribero, el hombre de las pistolas de cabo de nácar y el espadín con empuñadura de plata. Zamora caminó entre la gente sin que nadie lo molestara, rodeó el caserón y se detuvo con cautela frente al ventanuco del calabozo que tan bien conocía.

De entre sus ropas sacó un porrón de ginebra y, estirándose, logró colocarlo al borde de la abertura mientras llamaba en voz baja:

– ¡Harris…! Psst…

– ¿Quién es usted? -se escuchó al fondo de la cueva.

– Soy yo, hombre… Zamora

El inglés se levantó del catre, acercó a la ventana la única silla del calabozo y se paró encima, enfrentándose a la botella al otro lado de los barrotes.

– ¿Qué es eso?

– Leche de burra… -rió Zamora-. Échese un trago, vamos.

Raymond Harris la tomó de un manotazo, la olfateó con desconfianza y luego bebió con toda la mala sed de los encierros. Luego la retornó al borde para que Zamora la retirara de allí.

– Necesitaba algo así… Muy generoso de su parte, señor mío. ¿Qué tal se está afuera?

Martín Zamora quedó pensativo. Observó que a menos de cien metros de la esquina, una ronda de tres voluntarios armados cruzaba al paso de ocio sin reparar en él.

– Afuera o adentro, tanto da… En un par de horas estaremos rodeados por el ejército de Flores, y Tamandaré comenzará el bombardeo desde el río en cualquier momento…

– ¡Maldito sea su pesimismo español, Zamora! -se enfureció el inglés-. Cada hora que pasa, siento que estoy más cerca de librarme del fusilamiento. Y usted sale con eso de que tanto da estar en este agujero apestoso, como ahí donde usted está parado… ¡Jódase, hermano, jódase…!

– Es probable… ¿Cómo se encuentra?

– Dolorido, creo que me partieron las costillas.

– ¿Cómo dice?

– El guardia piojoso y el marica del abogadillo… Ellos me golpearon.

– ¿Por qué le hicieron eso?

– Yo creo en el juego limpio, aunque usted se asombre… Tengo un secreto, mi amigo. Usted sabrá qué hacer con él…

– ¿De qué se trata?

– Se supone que ahora no tengo otra alternativa: pensar en la propuesta que me hizo el afeminado. Él y el guardia van a desertar apenas comience la batalla y quieren que los guíe hasta Flores o hasta las naves argentinas. De lo contrario, seré hombre muerto antes de tiempo.

Martín Zamora volvió a ensimismarse y luego se retiró de la ventana.

– Diga que sí, que hará lo que quieren. El resto corre por mi cuenta. Pero vuelvo a repetirle lo que le dije: usted es un hombre de mala fortuna, Harris…

Mordiéndose los labios, desquiciado, Martín Zamora desapareció como había llegado y en pocos minutos estuvo nuevamente en el patio de la Comandancia, pidiendo a la guardia para ver de inmediato a Hermógenes Masanti.

Desde el interior, el Capitán escuchó el diálogo mientras terminaba de escribir la única frase de su diario dedicada a aquel día:

“El general Flores estableció el sitio de la Plaza ”. Luego dejó la pluma sobre el papel y se levantó para salir al patio.