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2 de diciembre
Al contrario de lo que hacía la mayoría de los hombres apostados para la defensa, Martín Zamora no se molestó en ocupar la mente en lo que nunca había tenido, ni tampoco en mirar obsesivamente hacia donde se suponía que Venancio Flores, con las piernas abiertas y sentado sobre un catre de campaña, daba los últimos toques al inicio de las maniobras de guerra.
Con los ojos ardidos de la oscuridad cada vez menos oscura, más bien miraba hacia el río, hacia las farolas titilantes de los mástiles, hacia el enigma de los capitanes.
Se preguntaba para qué diablos estaban allí las cañoneras extranjeras pues, a juzgar por lo que había escuchado, la presencia de las naves en el río era más bien un misterio o una mariconada diplomática, ya que nadie se explicaba de qué forma pensaban sus oficiales defender a los súbditos residentes o impedir que el Barón de Tamandaré se diera el gusto de levantar su dedo índice y ordenar la primera andanada de balas ardientes sobre los techos de Paysandú.
Sin embargo, en medio de aquella multitud de cerebros nocturnos dispersos entre los montes o apiñados en el centro de la ciudad o flotando sobre las aguas del río, Martín Zamora no estaba solo en la inquietud, pues en aquel mismo instante, don Luis Martínez de Arce, el capitán español de la cañonera Vlad-Ras había bajado en su bote junto a dos de sus marineros y en pocos golpes de remo terminaba de recorrer los doscientos metros que lo separaban de la cañonera francesa Décidée.
El capitán Fernand Olivier lo esperaba en la proa, sentado frente a una mesa pequeña acomodada de tal modo en cubierta, que podía afirmar el codo sobre la saliente barnizada de la borda, fumar y observar lo que ocurría en las inmediaciones. Sobre la mesa y a su alcance, tres pequeños tazones de porcelana humeaban aroma de café caribeño recién servido. A su lado, tanto el joven capitán Durrell de la cañonera inglesa Detterell, como el capitán Bertoni, de la italiana Vesubio, también observaban las breves maniobras del bote español acercándose lengüeteado por el río.
Cuando al fin estuvo en cubierta, el capitán Martínez de Arce saludó a todos con deferencia y tomó asiento en el borde de la butaca, tal como hacen aquellos que están ansiosos e insomnes.
– ¿Y? ¿Nos recibirá el ogro? -preguntó.
– Lo invito con un café rápido, capitán. Nos espera en quince minutos… -contestó el capitán Olivier-. La situación es un desastre, pues no tengo ninguna esperanza de que podamos convencerlo. Capitán Martínez, hemos decidido que sea usted quien inicie la conversación.
Martínez de Arce aceptó, pues no le costó comprender que la proximidad de los idiomas podría facilitar las cosas. A continuación, uno tras otro, los oficiales bajaron del buque francés y se acomodaron en el bote español, para remar enseguida hacia la Recife, el imponente vapor de ruedas del almirante brasileño, dibujado en estribor hacia la ciudad al albor de la madrugada. Más alejadas, pero más próximas a la costa, se veían las cuatro cañoneras imperiales restantes, la Belmonte, la Araguay, la Jaquitinhonha y la Ivahí, todas con las bocas de fuego en posición de tiro.
Cuando terminaron de trepar por la escala que los esperaba tendida, los marineros brasileños más próximos no se cuidaron de murmullos reprobatorios o de mostrar el recelo que les provocaba aquella evidente intención de privarlos de la batalla. Sin embargo, a los oficiales de recepción se les veía corteses y seguros de sí al momento del saludo y más aun al capitán del navío, quien les tendió la mano uno por uno para acompañarlos de inmediato hasta la cabina del Barón.
– Pasen por aquí, caballeros, el almirante Tamandaré los aguarda…
El lujoso recinto olía a madera aceitada, a tabaco fino, frutas del trópico y lavanda de alto rango. Desde la puerta misma y por el ventanuco abierto de par en par, podían verse las luciérnagas titilantes de Paysandú. Despojado de su levita azul, fajado de verde seda en la cintura y con la amplia camisa blanca desabotonada hasta el ombligo, el Barón de Tamandaré, “O Nelson Brasileiro”, los esperaba, pero no tanto.
– Un minuto es todo el tiempo de que dispongo, caballeros… -dijo con la boca apretada, levantando la mirada de la mesa abrumada de legajos oficiales, botellas de brandy, pequeños mapas y cáscaras de naranja.
El capitán Martínez de Arce se adelantó, hizo el saludo de rigor y luego se quitó la gorra de marino para colocarla bajo el brazo.
– Su Excelencia, como usted sabrá, estamos al mando de las cuatro cañoneras europeas que usted tiene a la vista en estas aguas. Nuestro cometido a bordo es solicitarle que reconsidere su decisión de bombardear la ciudad, pues semejante acción sería juzgada con la mayor severidad.
El Barón sacudió a un lado y otro su cabeza y los miró con dureza.
– ¿Quién me juzgará con la mayor severidad? ¿Saben ustedes de lo que hablan?
– Sabemos de lo que hablamos, señor. También sabemos que el comandante Leandro Gómez no tiene forma de responder a sus cañones. Y lo que es más grave, el gobierno del presidente uruguayo Atanasio Cruz Aguirre nunca dio un solo pretexto para que se llevasen adelante semejantes acciones de guerra. Morirá gente inocente, señor, muchos súbditos de nuestras naciones, comerciantes pacíficos que jamás ofendieron a nadie. Pero además, ¿hasta qué punto el gobierno de Su Majestad, el Emperador del Brasil, se hará responsable de semejantes daños?
– Capitán Martínez de Arce, yo cumplo órdenes del Emperador de tomar represalias contra el gobierno del Uruguay por el maltrato a que ha sometido a nuestros conciudadanos al norte del río Negro, además de otras razones que no vienen al caso. Y por lo que tengo entendido, ustedes permanecerán neutrales… Pero a decir verdad, la única forma de evitar el sufrimiento que se avecina es que el comandante Leandro Gómez decline presentar batalla y se rinda. Por otra parte, tampoco el Brasil declaró en ningún momento la guerra al Uruguay, pero los hechos son los hechos y no hacemos más que colaborar con nuestro aliado. Estoy hablando del general Venancio Flores.
Detrás del español, el capitán Durrell acondicionó su garganta y se adelantó para hablar.
– Señor almirante, permítame decirle que el general Flores no puede ser visto por nosotros como representante de ninguna nación beligerante. Él es simplemente un rebelde. Y si no hay beligerantes, Su Excelencia, no hay neutrales…
Bertoni, el oficial italiano, también intervino y fue aun más vehemente:
– Signore almirante, debo advertirle que las medidas que usted llama “represalias” causarán la más desagradable sorpresa al Gobierno de Su Majestad el Rey, mi Soberano, pues no son otra cosa que efectivas operaciones de guerra… El general Netto está frente a Paysandú con un ejército de dos mil hombres, en pocos días llegará João Propicio Mena Barreto con otros nueve mil soldados, el general Flores dispone de tres mil y usted está a punto de activar sesenta cañones… Y además, signore mío, suscribo enteramente lo que ha dicho el capitán Martínez de Arce: su medida ocasionará graves daños a los súbditos establecidos en esta plaza comercial tan importante…
El Barón se echó hacia atrás en su sillón de brillante cuero negro y los miró uno a uno, mientras hundía sus uñas en una cáscara de naranja, para acercarlas luego a su nariz. Hasta que al final, disfrutando del olor de sus dedos, sonrió con la benevolencia y la paz interior de quien ha participado en la construcción de una gigantesca y perfecta máquina bélica.
– Entiendo lo que dicen, caballeros. Y hasta les diría que nos viene bien que tengamos oficiales inteligentes y empeñosos como ustedes observando la situación. Lamentablemente, los dados están echados… a menos que Paysandú se rinda ahora.
– No lo podemos permitir. Su Excelencia… -dijo bruscamente el capitán Olivier.
El Barón lo midió de arriba abajo.
– Se percibe que tiene usted un excelente futuro militar, capitán Olivier. Pero usted está excitado y es comprensible. Estas épocas son terribles y considero sensato que ustedes dejen pasar la cuestión…
Martínez de Arce volvió a insistir:
– No lo vamos a permitir, señor…
En ese instante la puerta se abrió y un oficial brasileño casi adolescente ingresó al recinto para entregar al Barón una nota de la que colgaba una cinta color púrpura. Era evidente que se trataba de una puesta en escena maliciosa e improvisada no más de media hora antes, un golpe de gracia efectista destinado a los oficiales extranjeros.
– Pues, lamento anunciar que es a ustedes a quienes no se les permitirá hacer nada, mis amigos. Acabo de recibir esta nota de Montevideo, firmada por vuestros respectivos ministros, mister Lettson, el signore Barbolani, monsieur Maillefer y el señor de Tezanos, en la que se les prohíbe terminantemente intervenir en esta contienda bajo apercibimiento de consejo de guerra.
Los cuatro oficiales se miraron entre sí, sorprendidos e indignados. El capitán Bertoni se aproximó impulsivamente al Barón y le tendió la mano para solicitarle el documento. Efectivamente, la firma de su ministro Barbolani estaba allí, junto a los garabatos de los otros diplomáticos que había nombrado.
– De todos modos… -agregó reflexivo el Barón mientras se ponía de pie- ustedes pueden cumplir dos valiosas misiones para hacer menos terrible la situación: una, llevar personalmente la intimación de rendición inmediata para el comandante Gómez; la otra, si se niega como creo que lo hará, pueden ustedes favorecer el desalojo de Paysandú de las mujeres, los niños y los extranjeros… Si es así, pueden disponer de cuatro días. Eso es todo lo que tengo para decirles, señores. Que tengan un buen día.
En ese instante, a través del ojo de buey del camarote de roble, comenzaba a insinuarse la luz del amanecer, provocadora, anaranjada y tibia.
Cuando reaccionó, el capitán Olivier ya tenía en su mano el rollo de papel firmado por el almirante de la escuadra brasileña. Hizo un saludo duro y despectivo y salió de allí seguido de sus tres acompañantes, todos marcados por los inevitables gestos de la impotencia.
– No siempre se tiene la suerte de un demonio, camaradas -dijo el francés, mientras se acomodaban en el bote-. Hoy quedamos como una banda de estúpidos gracias a nuestros queridos ministros…