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3 de diciembre

A las ocho de la mañana del tres de diciembre, un muchacho pelirrojo, desarmado y a caballo, tardó unos diez minutos en aproximarse en un galope tranquilo y sostenido al puesto de avanzada del capitán Olivera, hasta que al fin se detuvo sin decir palabra frente a los primeros defensores de Paysandú vistos con sus propios ojos.

Sin hacer el menor movimiento, con una expresión afantasmada por la penumbra del refugio defensivo, los soldados del piquete lo examinaron en silencio.

– ¿Qué te trae por aquí, colorado? -preguntó el capitán Olivera adelantándose unos pasos, en una burlona alusión a la doble condición de florista y pelirrojo del recién llegado. Pero el muchacho rehuyó la mirada, se mostró indiferente a la chanza y le entregó un rollo de papel:

– Del general Venancio Flores para el coronel Leandro Gómez, señor. Y tengo órdenes de esperar la respuesta… -dijo con sequedad. Luego giró su caballo, desanduvo el camino unos cien metros y al fin volvió a caracolear para detenerse mirando hacia las poblaciones.

Los guardias del puesto de avanzada observaron la forma indolente en que el muchacho se ladeaba sobre la montura, se echaba el sombrero sobre los ojos, comenzaba a armar un tabaco, con evidente disposición de esperar todo el tiempo que fuese necesario.

El capitán Olivera no resistió la tentación de estirar el papel y echarle un vistazo furtivo. Pero al ver al pie del texto la firma de Venancio Flores, sintió en la nuca el sombrío agotamiento de la burla que había usado con el muchacho. Sin mirar a sus hombres, se quitó el sombrero y con presteza recorrió las dos cuadras que lo separaban del Detall y le entregó el mensaje que acababa de recibir al capitán Larravide, para que lo llevase directamente a la Comandancia.

Larravide llegó en el momento en que Leandro Gómez entraba a la sala del Estado Mayor abotonándose su camisa punzó recién planchada.

Braga, Aberasturi y Azambuya tomaban mate de pie alrededor de un plano de la ciudad que indicaba el recinto fortificado, el sitio de las trincheras y los edificios principales. Al verlo, exceptuando a Braga, un hombre de apariencia fría e indiferente a las pequeñas cosas de la vida cotidiana, los otros dos comandantes sonrieron sorprendidos de la frescura y pulcritud del coronel, pues era evidente que se había dado un baño reparador y afeitado meticulosamente a navaja alrededor de la cuidada barba en pera que le caía hasta el inicio del esternón.

– Me afeité para esperar a los macacos… -se excusó con timidez el Coronel.

– Pues no tendrá mucho que esperar, mi comandante… -dijo Larravide, alcanzándole el rollo de papel que le acababa de enviar el capitán Olivera.

Leandro Gómez lo desplegó ante sí y leyó que Flores lo intimaba a rendir la plaza en menos de veinticuatro horas, que le ofrecía garantías y honores de guerra para la retirada de todos sus oficiales y, además, le aseguraba respeto para los habitantes de Paysandú que estuviesen sumados a la resistencia. De lo contrario, lo haría responsable de “la sangre que se derramase por su obstinación”.

Al final de la lectura, Leandro Gómez levantó la mirada, caminó en silencio hasta la mesa y tomó una pluma del tintero de porcelana. Con letra clara e intencionalmente más grande que la de Venancio Flores, escribió al pie de la nota:

“Cuando sucumba”

Luego firmó y le devolvió el pliego a Larravide y este se lo alcanzó al capitán Olivera para que se lo entregase al emisario enemigo, quien ya iba por el segundo cigarro mientras aguardaba frente al puesto de avanzada.