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3 de diciembre
Martín Zamora los estaba observando a menos de cinco metros de distancia y pensaba que los militares de cualquier parte parecen manejar instintivamente su relación con los símbolos. Ni Durrell ni Martínez de Arce ni Bertoni ni Olivier se habían detenido al azar en el centro de la plaza. Lo habían hecho de un modo perfectamente simétrico, tres pasos delante de la pirámide de la Libertad y a unos diez del pie de la explanada del Baluarte de la Ley por donde descendía el coronel Leandro Gómez portando una lanza embanderada en su mano derecha y seguido de siete oficiales de su Estado Mayor.
Por unos segundos se hizo el silencio absoluto. Por encima de la multitud, en el lado este de la plaza, se imponía sobre la iglesia en construcción el espectáculo de la profusión de soldados armados que, apostados en donde podían, habían convertido las cúpulas a medio hacer, las paredes y las ventanas del templo, en parapetos reforzados y aspilleras de defensa.
De pronto, el capitán Fernand Olivier se adelantó un paso y luego de realizar un rápido y marcado saludo militar, miró directamente a los ojos del Coronel y luego, con voz pausada y en un castellano aceptable, dijo:
– Señor… en nombre del Barón de Tamandaré y del general Venancio Flores, venimos a proponerle la capitulación de la plaza con todos los honores de guerra. La guarnición saldrá de Paysandú por las aguas del río Uruguay en nuestras naves, con sus armas y pabellones, bajo la garantía de los comandantes de España, Inglaterra, Italia y Francia.
El coronel Leandro Gómez lo escuchó con evidente simpatía, pues era claro que intuía en el oficial francés la convicción resignada de que allí nadie reiniciaría a su propósito. Luego observó detenidamente a cada uno de los comandantes extranjeros y al fin clavó el asta del pabellón en el suelo y se volvió a sus oficiales, tal como si delegara en ellos la respuesta a los emisarios.
Sin titubear, Lucas Píriz fue el primero en desenvainar su espada y cruzarla sobre el pabellón del coronel Gómez, mientras miraba a sus seis oficiales formados a su lado.
– ¡Juramos vencer o sepultarnos bajo los escombros de Paysandú! -gritó.
Enérgicos, sin histrionismo alguno, Raña, Braga, Fernández, Ribero, Aberasturi y Azambuya se adelantaron, desenvainaron sus espadas y a un tiempo las cruzaron sobre el pabellón del coronel Gómez. El choque metálico de las hojas se escuchó al otro lado de la plaza.
– ¡Juramos, señor!
El capital Durrell fue el primero de ellos que se adelantó un paso y saludó el pabellón cruzado por los filos plateados de los defensores. En el acto fue imitado por Martínez de Arce y por Bertoni.
Mientras tanto, el capitán Fernand Olivier permaneció estático, a la espera de la respuesta que esperaba escuchar del mismo Leandro Gómez.
– Dígale al almirante Tamandaré que si bombardea esta ciudad lo hará impunemente, pues no tenemos cañones para contrarrestar sus obuses y morteros. De todos modos, como puede ver, capitán… -dijo de pronto el coronel Gómez señalando la pirámide que estaba detrás de él- la libertad no se rinde… ¡Pelea!
La multitud estalló en una ovación generalizada que pareció comprimir a los cuatro delegados extranjeros sobre el centro de la plaza, hasta remontarse con la imprevista irrupción de los músicos del maestro Deballi atronando el mediodía con la marcha de Ituzaingó.
– En ese caso, señor… -dijo Fernand Olivier tratando de hacerse oír en medio de los gritos de la gente – estos oficiales de Italia, España, Inglaterra y Francia le ofrecen sus servicios para sacar a lugar seguro a los niños, a las mujeres y a los extranjeros que viven aquí…
El coronel Gómez pareció detenerse a reflexionar un instante. Su frente brillaba al sol del mediodía. Luego miró hacia el suelo, clavó el asta del pabellón un paso más adelante y levantando la mirada tendió la mano al oficial francés en gesto de despedida.
– Señores, sospecho que vuestros servicios serán aceptados con gratitud si la situación se agrava.
– Ha sido un gran honor conocerlo, señor coronel -dijo Olivier estrechando su mano. Luego saludó el pabellón y giró sobre sus tacos para volverse. Empujado por la gente hacia la pirámide, Martín Zamora se vio súbitamente casi encima de la comitiva extranjera, al punto que si se lo hubiese propuesto, hubiera podido apretar el brazo del joven capitán Martínez de Arce. Y cuando pudo ver de cerca aquel rostro español arrebolado por el solazo del tres de diciembre, Martín Zamora se sorprendió: en el momento de despedirse del Coronel para desandar el camino por donde había llegado, al capitán de la Vad-Ras se le veía sorprendentemente emocionado. A su lado, mientras caminaban, incrédulo y moviendo a un lado otro su cabeza, el capitán Durrell le comentó en voz baja a Fernand Olivier:
– Es increíble, este hombre está loco…
El capitán Martínez de Arce reaccionó a la observación del mismo modo que si lo hubiese picado una abeja en el cogote:
– Tal vez esté loco como usted dice, capitán Durrell… -retrucó el oficial español sin dejar de mirar hacia adelante-. Pero con solo dos marinos con los huevos de este hombre, me atrevería a recobrar Gibraltar de manos de su Corona…