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Luego de desayunar con café amargo y frutas tropicales, el vicealmirante José Marques Lisboa, Barón de Tamandaré y alabado por sus pares como “O Nelson Brasileiro”, salió al puente de mando y permaneció largo rato observando por su catalejo plateado, las nubes de humo denso que dejaba el bombardeo sobre el centro de la ciudad.
A juzgar por el tipo y la frecuencia de las explosiones que escuchaba a la distancia, se le hacía notoria la superioridad de las fuerzas aliadas, aunque no lo suficiente como para que la batalla finalizase antes del atardecer. Así que bajó el catalejo, descendió por la escalerilla hacia la borda y mientras extraía su reloj de bolsillo y lo abría, caminó pesadamente hasta la posición del artillero Coitinho.
Eran las ocho y media de la mañana, cuando en la ciudad se detuvo de pronto el bombardeo. Era el instante acordado en que los ejércitos de tierra deberían detener unos minutos el fuego, para dar lugar a que la escuadra imperial cumpliera su turno desde el río.
El artillero Coitinho sostuvo el catalejo al Barón y se hizo a un lado para que tomara su lugar.
El espeso y musculoso Almirante, con sus tripas atiborradas de frutas, se agachó con extrema dificultad detrás del bruñido cañón, dejó escapar un dilatado pedo barítono de sandía y luego de maniobrar la manivela hasta levantar la mira tres grados, acercó el mechero y disparó el primer cañonazo de la escuadrilla imperial.
Sin decir una palabra, el artillero Coitinho miró con disimulo por encima de la cabeza del Barón a sus silenciosos camaradas cercanos y con solo levantar ostensiblemente un par de veces sus cejas, les dio a entender que la parábola de la gigantesca bala sería demasiado alta.
En ese momento, en el centro de la plaza, el coronel Leandro Gómez observaba con su anteojo desde el Baluarte de la Ley las maniobras de los sitiadores, cuando escuchó la fuerte y prolongada detonación proveniente del puerto.
– ¿Qué fue eso? -preguntó mirando hacia el río.
– Son los brasileños, señor. Nos dan los buenos días… -dijo Larravide mientras escudriñaba el aire con preocupación.
Cuando el ominoso proyectil comenzó a acercarse a la plaza, a todos los que estaban allí se les antojó que en algún punto del cielo se estaba desgarrando lentamente un gigantesco trapo incendiado.
Sin embargo, como un meteorito que deja a su paso una estela cada vez más negra, la bala del almirante siguió de largo con su macabro ruidejo de lienzos, para caer recién al otro lado de la ciudad, en medio de las primeras filas del ejército de Venancio Flores. Cuatro caballos y cinco hombres volaron por los aires, sin tiempo de adivinar de dónde diablos les había llegado la muerte, ni menos aun el modo en que había pasado blandamente a la posteridad el primer tiro del Almirante.