39244.fb2 No robar?s las botas de los muertos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 52

No robar?s las botas de los muertos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 52

51

Las puertas y ventanas, hasta entonces cerradas de las casas que podían verse a unos cien metros de distancia por la calle Montevideo o por la 8 de Octubre, se abrieron repentinamente, estallaron los postigos sobre sus propios marcos y en donde un instante antes todo era paredes de viviendas en descanso y tenues colores de marcos pintados por un vecino en la paz de alguna mañana del pasado reciente, aparecieron los hombres del Batallón Florida al mando del mismísimo general Goyo Suárez, para comenzar a disparar como endemoniados sobre la Jefatura de Policía.

Algunos de los tiradores, ubicados en las alturas de un caserón de dos pisos en la esquina de la calle Comercio, al ver las cabezas descubiertas de los defensores sobre la azotea, levantaron las miras de sus carabinas, apuntaron y tiraron: doce, veinte, cuarenta y dos hombres, hasta ser todos una misma y sola intención. Las balas comenzaron a morder rabiosamente los revoques de la cornisa y tras una poderosa y progresiva intensificación del fuego, encontraron al fin lo que querían encontrar.

Apretando los dientes, Martín Zamora se echó rápidamente abajo y observó que sus cuatro compañeros, incluyendo al que había hablado sobre los perros que trabajan, caían hacia atrás violentamente desfigurados y sin haber alcanzado a apretar sus gatillos. Murieron al mismo instante, con las cabezas destrozadas como un revoltijo de zapallos rojos, tal como si los cuatro se hubiesen enfrentado a un pelotón de fusilamiento improvisado frente a una feria de hortalizas.

Sospechando que él no había sido visto por los tiradores, Martín Zamora se arrastró rápidamente hasta la escalera y gritó hacia abajo que precisaba, urgente, a otros cuatro hombres.

Cinco soldados uniformados treparon por la escalera de ladrillos y de inmediato sustituyeron a los muertos. El quinto se lanzó de barriga muy cerca de Martín Zamora y lo quedó mirando con sus ojos negros muy abiertos, como si esperase que le dijese en qué instante no era riesgoso levantarse para empezar a tirar. A menos de un metro de altura por encima de ellos, los plomazos zumbaban, llovían, repicaban, horadaban los ladrillos y hasta caían a su lado inertes, calientes como el granizo de un planeta extraño.

Martín Zamora miró entonces al soldado echado a su lado para invitarlo a levantarse juntos, cuando reparó con asombro en que se trataba de una jovencita que no sobrepasaba los veinte años. Era Mercedes, la hija de Leticia Orozco; Mercedes, la misma a la que había ayudado a trasladar medicamentos de la botica hacia el hospital del doctor Mongrell.

– ¿Qué haces aquí, mujer? -dijo con enojo, extendiendo la mano y apretando la cabeza de ella sobre la superficie caliente de la azotea.

– ¿Y usted? ¿Qué hace echado en el suelo mientras ellos tiran?

Entonces, Martín Zamora la soltó. En ese momento, emergiendo tranquilamente por el hueco de la escalera, el comandante Pedro Ribero apareció en la azotea con el revólver en la mano, diciendo disparates sobre la madre de Venancio Flores. Sin cubrirse ni alejarse, vistiendo su camisa blanca inmaculada, anduvo temerariamente de aquí para allá a lo largo de la azotea, observando los puntos de donde venían los tiros y señalándoles luego a sus hombres los lugares.

– ¡ La ventana verde! ¡Tiren todos a la ventana verde!

Todos sabían que la casa ocupada por el enemigo sobre la que había que tirar por orden del comandante Ribero era la de su propia familia, la de su padre Orlando Ribero, su madre Isabel y su hermana Dolores Francia, todos brasileños de origen, radicados en Paysandú desde siempre.

Y por una de las ventanas verdes se vio saltar hacia la calle a un hombre moreno, fornido y furibundo, que señalaba a Pedro Ribero sobre los techos y ordenaba a los alaridos a los hombres a su cargo:

– ¡Tiren al de blanco, carajo! ¡Bajen al de blanco!

Entonces Martín Zamora asomó la cabeza, apuntó con tranquilidad a la base del cuello y lo convirtió en su primer muerto.