39244.fb2 No robar?s las botas de los muertos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 56

No robar?s las botas de los muertos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 56

55

La columna de infantería brasileña, recién desembarcada en el río, avanzaba confiada y soberbia con tres banderas imperiales desplegadas, una banda de músicos negros a la vanguardia y las armas terciadas a discreción. Marchaban directo a la plaza por la calle del norte y hacia la esquina del caserón de la viuda de Paredes, una mujer perturbada, enérgica como tres hombres, dulce como una abeja y negada a la guerra desde el primer día. Y mientras ella preparaba pacientemente en la cocina una gigantesca olla de puchero de carne, papas, zapallos y cebollas para la tropa como si se tratase de un mediodía cualquiera de un diciembre cualquiera, dos artilleros apostados frente a la puerta de su casa enfilaban cuidadosamente el cañón de a seis para descargarlo en fuego oblicuo cuando llegase el instante. Sobre ellos, a tres metros de altura y en el mismo ángulo de tiro, otros cincuenta hombres ocultos en las troneras del caserón de la viuda esperaban a los infantes del Brasil.

Agobiada por una sucesión de defensas disimuladas, aquella columna imperial recibiría el fuego graneado de la primera trinchera, el fuego oblicuo desde las troneras de la viuda y el fuego del Cuartel de Artillería y de la iglesia en construcción, donde se había situado la mayor parte del Batallón Defensores.

Cada pocos segundos, con la espada desnuda en una mano y las riendas tirantes en la otra, el coronel Leandro Gómez mantenía su caballo en tensión a fuerza de talones de bota, haciendo que una y otra vez el animal asomase y se ocultase, retrocediendo y apareciendo medio cuerpo afuera sobre la esquina del caserón.

A sabiendas de lo difícil que resultaba contener los nervios y la furia de su gente, el Coronel insistía con firmeza en que nadie disparase un solo tiro hasta que no se escuchara el primer estampido de la pieza de a seis, cargada de metralla hasta la boca y enfilada como una cuña hacia el centro de la tropa enemiga.

Dispuestos en un gran semicírculo embozado entre boquetes, troneras y trincheras, trescientos hombres con los fusiles apuntando a los pechos de los imperiales, aguardaban con incontenible ansiedad la señal del cañón y muchos de ellos se quejaban en voz baja de aquella eternidad asolada por el ritmo escandaloso y festivo de los músicos africanos.

“¡Cuánto tarda ese maldito cañón! ¡Cuánto tarda!”, se quejaban sobándose las muñecas o los pescuezos enrojecidos.

Sin embargo, el coronel Gómez tardó lo que se le antojó que debía tardar.

Esperó hasta darse el gusto de ensayar una mueca de aprobación, cuando vio que los brasileños ingresaban alegremente a la cuadra de la trinchera como si se tratase de la mismísima gloria, hasta quedar a los pocos pasos bajo todas las miras ocultas en el perímetro dispuesto.

Entonces sí, girándose bruscamente sobre la montura, el Coronel gritó muy bien gritado por encima de aquella música metálica y ríspida, una palabra caliente y sola, de garganta lacerada por otros gritos idénticos del día:

– ¡Fuego!

Al instante se escuchó el cañonazo convenido. Y tras él, los fusiles estallaron en una descarga furiosa, trescientas fumarolas individuales que empujaban el aire hacia adelante, hasta fusionarse en una sola nube densa que ahogó a los músicos negros que caían enredados entre los trombones, los redoblantes y los clarinetes en un triste estruendo de armas inútiles, mientras la interminable balacera pasaba a través de los virtuosos para llegar de lleno hasta el grueso de sus compañeros de infortunio.

Repentinamente se detuvieron los fusiles y por 10 de esos extraños artificios de la gigantesca batalla se desplegaba en los alrededores, se hizo el silencio. Un absoluto silencio de varios segundos, un tiempo callado en el que solo se escucharon las últimas toses decrecientes de los agónicos y en el que algunos aseguraron que el Coronel miró fastidiado hacia abajo, reprobando el bordoneo fastidioso de un tábano que insistía sobre el pecho de su caballo herido.

Cuando se disipó el humo, el tortuoso tendal de cadáveres brasileños obstaculizaba los ojos de los defensores en temible premonición de podredumbre.

Mientras unos pocos sobrevivientes se perdían hacia el bajo por donde habían llegado, arrastrando sobre la tierra seca y revuelta la única bandera que había quedado intacta.

De pronto, detrás del cañón recalentado, la puerta del caserón se abrió de par en par y la morisca viuda de Paredes, ni encorvada ni triste, apareció bajo el acribillado marco de madera con un cucharón que chorreaba caldo caliente de puchero en su mano derecha.

– ¡A comer, hijos, que la comida está lista! -gritó hacia la calle, hacia el centenar de hombres que la miraban con la boca abierta.

En ese instante, el coronel Lucas Píriz, con la cabeza vendada en rojo y las ropas cubiertas de polvo y cal, apareció a caballo pidiendo a gritos el auxilio del cañón para las trincheras del oeste, pero se detuvo estupefacto al reparar en la figura de aquella mujer negada a admitir la guerra.

– Señora, le ruego que vuelva a la cocina y cierre esa puerta antes de que los brasileños le coman el puchero…

La mujer le tendió el cucharón para que repusiera fuerzas con el caldo.

– Lucas, los brasileños acaban de almorzar… -dijo ella, con la misma claridad y la misma ternura de los días en que era muy joven y todavía tenía hombre a su lado.