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A las cinco de la tarde el fuego era tan general en toda la línea, que nadie era capaz de adivinar dónde terminaba su furia y dónde comenzaba la del solazo ensartenado sobre el cielo azul de diciembre. Las potentes bombas de la artillería de Tamandaré se aproximaban gorgoteando sobre los techos, con una tensa trayectoria rasante, hasta reventar con un estruendo verdaderamente espantoso.
Para entonces, el general Venancio Flores ya había empleado cuatro mil quinientos hombres y dos mil bombas en todos los ataques a lo largo del día. No obstante, al comprobar que los enemigos eran rechazados una y otra vez en cada intento de atravesar las líneas, el entusiasmo de la guarnición era tan inmenso e indescriptible, que en medio del estruendo de la pelea se oían los vivas que los Guardias Nacionales daban a la independencia, al gobierno o a sus jefes inmediatos. Se arriesgaban disparando de pie y a pecho descubierto, gritando como desaforados que allí no existía ningún cobarde, que todo el mundo estaba en su puesto de honor, mientras los jefes superiores se veían obligados a recorrer la línea al galope y contener a gritos a los que aseguraban que había llegado la hora de lanzarse fuera de las trincheras.
En el centro de la plaza, un proyectil de la escuadrilla brasileña hizo saltar en pedazos el monumento a la Libertad levantado sobre una pequeña pirámide de piedra.
Al ver volar los fragmentos de la estatua, el capitán Hermenegildo Alarcón se paró detrás de un montículo de escombros frente a la escalinata carcomida de la iglesia y dio un grito desmesurado de alarma dirigido al coronel Leandro Gómez, tal como si hubiese sido testigo del hecho más grave del día:
– ¡Coronel, los brasileños mataron la Libertad!
– No se preocupe… -gritó el coronel Gómez-. Vaya y ordene a los comandantes de cantones, que apenas pase el fuego, recojan todas las balas brasileñas que encuentren. Haremos una nueva pirámide con las balas enemigas.
Al escucharlo, el capitán Hermógenes Masanti, apostado a pocos metros, fuese por la liviandad de los nervios o por el sol cayendo a plomo sobre su cabeza, se rió con ganas, como si se tratase de una broma divertidísima; admiraba las mil y una mañas del Coronel para tranquilizar a su gente. En alguna ocasión le había escuchado decir que los símbolos rotos dañan seriamente la esperanza y el ánimo de los guerreros y por lo que sabía -”ustedes traen mala suerte”, le había dicho al andaluz Martín Zamora-, el capitán Hermenegildo Alarcón era un maldito supersticioso.