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Mientras se quitaba las botas para descansar los pies enrojecidos en una palangana de agua fría, el comandante Pedro Ribero, con su camisa blanca hecha jirones, le comentó al capitán Adolfo Areta que la casa ocupada por el enemigo era una costosa fanfarronada y que la acción no tenía otro objetivo que el de amedrentar a los sitiados y facilitar la vuelta del grueso del ejército apenas se hiciera la luz del amanecer. De modo que contaban apenas con media hora para hacerlos retroceder.
Los responsables de desalojarlos serían los hombres del batallón Defensores y algunos Cazadores del capitán Areta, un muchacho realmente temerario pero con la extraña debilidad de no soportar la visión de los ojos abiertos de los muertos así fuesen del enemigo, pues afirmaba que no había nada más temible para un hombre que sentirse indefenso en medio de una pesadilla.
Cuando vio que el joven capitán terminaba de pasarse un paño mojado por el cuello sudoroso y tiznado para marcharse, Martín Zamora se apresuró a terminar su plato de polenta, lo dejó a un costado de la mesada de la cocina y se lo agradeció en voz baja a Mercedes que aún lo observaba con la expresión de quien todavía tiene preguntas por hacer.
– ¿Volverás a la azotea? -preguntó ella en voz baja viendo que tomaba el fusil recostado a la pared.
– No, niña. Esta vez me encargaré de la casa de frente…
Cuando ya iba a trasponer la puerta, la muchacha se le aproximó enojada y con los dientes apretados le prensó el brazo del fusil con sus deditos firmes como garras.
– Vamos, Zamora… Déjate de joder con llamarme niña a cada paso. Mi nombre es Mercedes y es nombre de mujer, ¿me oyes?
– Vale… Promesa que al volver, te llamaré Mercedes.