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Mientras abandonaban el templo mordido por el bombardeo de los últimos días, muchas de las mujeres, agobiadas por la angustia y el miedo a lo que sobrevendría a continuación, comenzaron a estrechar en abrazos desgarrados a sus maridos, a sus padres, a sus hermanos o a sus hijos, a despedirlos con la esperanza remota de que no fuese para siempre, arrancándoles promesas de que no cometerían locuras, de que se cuidarían de las osadías innecesarias o que pensarían en sus hijos un instante antes de ser temerarios suicidas de la batalla.

Y de inmediato, forzadas por los que se quedaban, emprendieron aquel éxodo doméstico hacia la isla Caridad. Flanqueadas por los marinos de las cañoneras neutrales, se las vio marchar hacia los botes y las zumacas costeras en una fila de mil seiscientos seres durante dos días, una caravana silenciosa, apenas importunada por el sollozo digno y bajo de los impotentes, que bajaba interminable por la calle Real con sus niños, algunas pertenencias mínimas y restos de pequeñas riquezas cotidianas.

Consternados, los marinos que volvían a sus barcos observaron que apenas descendían en la orilla de aquel inmenso hogar selvático que navega eternamente en el río Uruguay, aquellas mujeres, como si se hubiesen puesto todas de acuerdo, permanecían muy quietas durante un buen rato entre los pastizales, apretando algún bulto contra el pecho, observando a lo lejos las apacibles construcciones de Paysandú, prontas a albergar el humo negro de los desastres. Luego giraban la mirada hacia occidente, donde también podían ver, mucho más próxima, la costa de la provincia de Entre Ríos.

En aquella orilla, el collar de campamentos con los fogones encendidos denunciaba la presencia de centenares de voluntarios argentinos, hombres expectantes e indignados por la inmensa hoguera en que había sido convertida la ciudad uruguaya, todos decididos a pelear apenas apareciese en la ribera la gigantesca caballería parda del general Justo José de Urquiza, para cruzar el río y expulsar de allí a tiro y tajo, a los enviados del emperador del Brasil, el más hambriento de los devoradores de tierra.

Sin embargo, hubo otras mujeres que a sabiendas de la muerte y de la desolación que las esperaba, se negaron a dejar la ciudad. Prefirieron simplemente soportar el bombardeo como cocineras de la tropa o como enfermeras del hospital de sangre o arrostrando los peligros de las mensajerías nocturnas como Magdalena Pons. O la viuda de Paredes, hermosa y con la mente alterada por sus pérdidas recientes; o Leticia Orozco, la altiva mujer morena, de traje ligero y flotante, y sus tres hijas, María, Mercedes y Patricia ninguna de ellas mayor de veinte años y lo suficientemente hermosas como para nublarle el cerebro con una sonrisa de sol, a hombres de corazón fácil como Martín Zamora.