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12 de diciembre
Antes del amanecer y por orden del capitán Hermógenes Masanti, Martín Zamora se encontraba ya entre los hombres que montaban guardia fuera de trincheras, con la instrucción de no permitir que los soldados del ejército sitiador se aproximaran a los parapetos defensivos, sobre todo para que no percibiesen el pésimo estado en que se hallaban.
Sin embargo, bajo aquella lluvia torrencial, no había la menor señal del enemigo, por más que nadie ignoraba que varios contingentes brasileños habían comenzado a acercarse, a acampar en algunos parajes más próximos a Paysandú, cerrando poco a poco el anillo pero a prudente distancia de los cañones de la plaza.
Recostado a la esquina de la calle Monte Caseros, con la carabina acunada contra el pecho, Martín Zamora podía ver las paredes carcomidas a balazos del almacén “El ancla dorada”, un edificio simétrico y sombrío, acechando en la oscuridad decreciente como una taberna de mala fama. Sabía que detrás del comercio se había instalado un cantón de los imperiales, por más que nadie se había atrevido a confirmar si allí se guarecía apenas una guardia adormilada o un centenar de asaltantes esperando el momento oportuno. Y más adelante, a lo largo de las dos calles que desembocaban en la esquina donde estaba Martín Zamora, se adivinaba a la luz de los relámpagos un enorme campo de cráteres de barro brillante, donde los embudos se sucedían sin solución de continuidad hasta donde alcanzaba la vista. A los costados, en muchos de los cantones, podían entreverse balas enramadas o acollaradas con cadenas, grandes filas de balas de tres calibres y hasta un montículo de ochenta bombas sin reventar, todos proyectiles arrojados por los enemigos en los ataques y bombardeos de los últimos tres días, todo en tan inmensa cantidad que el teniente músico Pascual Bailón le había comentado, mientras se sacudía el agua de su sombrero, que bien podía hacerse con ellas el pedestal que había sugerido el coronel Gómez para la estatua de la Libertad.
Agobiado por aquella lúgubre ilusión de la guerra, mientras rescataba en los alrededores las siluetas fugaces de los centinelas hamacados por el viento, Martín Zamora sentía que la visión de aquel mundo en ruinas, de moradas abandonadas de las que brotaba un hálito triste y fantasmal acentuado por el agua descolgada a torrentes entre los truenos del cielo, le agobiaba el ánimo y lo llevaba a completar lo que faltaba a fuerza de imaginación, a reconstruir el pueblo y llenar los espacios con apariciones singulares. Entonces se preguntaba, frotándose los ojos cansados en medio de su pequeña dimensión, hasta cuándo debía defender todo aquello que se derrumbaba por sí mismo y en donde todos ponían su grano de arena para que así ocurriera, y como no tenía forma de encontrar respuesta, antes de que le sobreviniese un interminable repertorio de lamentos, terminaba por desembocar en aquella sorda y recurrente angustia infantil que lo había acompañado en todas las tormentas que había conocido desde la lejana infancia andaluza y que lo llevaban a implorar como lo estaba haciendo a sus treinta y cuatro años, por el Gran Poder y por la Virgen del Rocío: “Oh, Señora mía, contempla a tu hijo indigno y sucio tan lejos de casa. Sus rodillas flaquean cuando suena el trueno y sus manos trémulas se unen en impotente oración para rogarte: sácale de las tinieblas de esta guerra, líbrale de su servidumbre y llévalo de vuelta a las orillas del mar conocido, donde estaba antes de perderse, bajo la luz del sol y con su gente. Amén…”.