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12 de diciembre

Martín Zamora herido volvió a escribir. El tiempo para hacerlo se lo dio la bala que le rompió la pierna y que casi lo desangra, que le abrió la carne en un dibujo extraño, penetrando y haciendo un giro en espiral alrededor del muslo. Hacia arriba y por dentro, casi en la entrepierna, el plomo terminó alojándose al calor del testículo izquierdo, a la espera de que el doctor Mongrell tuviese tiempo de arrancarlo de allí. “Aparatosa herida…”, comentó el galeno valenciano mientras extraía el proyectil, hablando para sí mismo, siquiera para Mercedes Orozco, quien lo acompañaba callada como una monja mientras le alcanzaba escalpelos, esparadrapo y frascos de cloroformo, Martín Zamora parpadeó, abrió los ojos lentamente y se fijó en ella. La muchacha le devolvió la mirada con lástima, con esa clase de horrorizada tolerancia, pero también con angustia y culpabilidad. Y como para reafirmarse, se tomaron las manos solo conscientes del tomento y de los olores hospitalarios traicioneros y penetrantes, que mezclaban enfermedad y podredumbre por todos los rincones.

– Lo suyo es serio, pero como no perdió mucha sangre no justifica ocupar una cama de hospital. Vístase y váyase, mi amigo… -le dijo, amargo, el médico, abandonándolo y dándole la espalda para enfrentarse a una muerte verdadera.

Y mientras Martín Zamora, pálido y lánguido, se vestía arqueándose dificultosamente sobre el colchón para meterse con extremo cuidado en los pantalones encascarados de sangre seca, vio que a dos metros de distancia y en una cama sanguinolenta como la de un torero en agonía, expiraba de hemorragia incontenible el capitán Omar Lemos.

– Cuanto más rápido me vaya de aquí mejor, niña -dijo Martín Zamora afirmándose en la muchacha y quejándose, sintiendo que miríadas de estrellas le iluminaban el cerebro al afirmar en el suelo el pie de la pierna herida.

– Cobarde… -dijo ella con sonrisa cruel, al ver las dos lágrimas acristaladas que se abrían paso entre las primeras líneas de barba del andaluz.

– Cierra el pico, mujé, que esto duele que te cagas… -dijo mostrando en su mueca su hiel y su vinagre, mientras por encima del hombro y al paso, veía que alguien cubría con la sábana tinta el cuerpo del capitán Lemos.

“El capitán es cadáver…”, pensó. Sabía que a continuación lo sacarían de allí, lo llevarían a la fosa que lo esperaba en el patio lindero al fondo del hospital de sangre y le presentarían armas. Y siempre el mismo ritual, la misma frase de los compañeros antes de echarle la tierra encima: “Capitán Omar Lemos: gloria en tu muerte, paz en tu tumba. La memoria de la patria no te olvidará…”.

“Y a otra cosa, hasta el próximo muerto. Que puedo ser yo, coño…”, pensó Martín Zamora mientras se largaba a caminar tortuosamente bajo la llovizna creciente, dejándose guiar entre los escombros por la más joven de las hermanas Orozco.