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12 de diciembre
Escribió Martín Zamora: “Me siento extraño en una casa extraña. He pasado días, una eternidad, revolcándome sobre los techos y esquivando las balas de colorados y brasileños, dormitando sentado entre los escombros o insomne bajo el sol o bajo las lluvias torrenciales, pero nunca había tenido la oportunidad de pensar en el sitio donde estaba. Ahora estoy solo y herido en la habitación de un caserón en el que viven tres muchachas y su madre viuda, todos a la espera de que se desate nuevamente el bombardeo. Una de ellas es Mercedes, la pequeña de veinte años que me ha acompañado cuanto pudo y que se ha encantado conmigo. Sin embargo, he preferido no estar en compañía. Sólo el Gran Poder sabe por qué oscuros motivos he tratado de cerrar las puertas de la habitación donde reposo. Tal vez fue solo para no oír el incesante toque a muerto, tal vez fue para aislarme, por transitorio que fuera, de la familia Orozco y del pueblo mismo, con todas sus casas abandonadas cargadas de tristeza, miedo y amenaza. Nada perturba la quietud de este cuarto silencioso y desierto, salvo el crujido infrecuente de las maderas que se estiran como los brazos de un hombre flaco y soñoliento que despierta. Reina el olor del moho, pues las puertas y ventanas han estado cerradas desde hace dos semanas. Miro alrededor hasta donde alcanza la luz de la vela y al otro extremo, a unos diez pasos tal vez, veo una vieja cómoda labrada, el ropero de tres puertas, un florido lavatorio de loza y un perchero espejado donde cuelga un bastón de nogal y un capote que nadie ha usado vaya a saber por cuánto tiempo. Colgadas en la pared, medio ladeadas por el desinterés de los mortales, hay dos desteñidas litografías cristianas, una con la mesa de los Apóstoles, otra con la Asunción. Todo está infinitamente viejo y cubierto de polvo, mucho polvo causado por el vértigo del abandono y las trepidaciones de los cimientos.
Es muy triste sentir lo que siente por dentro una casa que espera amenazada por la destrucción”.