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– Un reducto inútil… -le dijo con desprecio el capitán Harris.
El inglés no desperdiciaba la oportunidad de hostigarlo y hablaba con la seguridad de quien sabe de antemano que todo está perdido. Y por lo que decían, se las había ingeniado para que el general Mitre supiese en Buenos Aires, que Paysandú estaba lejos de ser inexpugnable, que se trataba apenas de ocho manzanas donde las trincheras se reducían a quince bocacalles que no sobrepasaban las diez zancadas ninguna de ellas; tristes escarpas de madera rellenas de tierra en su interior, con sus troneras improvisadas y sus correspondientes guerreros del honor detrás, capaces incluso dentro del servicio agotador, de cuadrarse con cierta elegancia ante los oficiales de la guardia.
– Un reducto inútil defendido por un puñado de soberbios… -volvió a decir.
– Tan soberbios como un inglés… -respondió Martín Zamora, logrando que se callara. Sin embargo, intuía que ni las luces del amanecer eran capaces de aclarar qué demonios era aquello que los defensores esperaban; o tal vez, nadie lo mencionaba en voz alta por temor a que el deseo jamás se cumpliese.
Sin embargo, al fin, Martín Zamora lo supo. No por el guardia aindiado apostado tras la puerta, sino por el mismo Raymond Harris, quien se burlaba sin ningún decoro de la esperanza de los habitantes de Paysandú: desde una semana atrás, esperaban la llegada salvadora del ejército fantasmal del general Juan Sáa, el auxilio prometido desde Montevideo por el presidente Atanasio Cruz Aguirre. O deliraban en secreto con la promesa de ayuda del mariscal López y sus treinta y cinco mil paraguayos. O imaginaban al caudillo Urquiza, a sus dos hijos Diógenes y Waldino y a sus tres caballos blancos, cruzando el río Uruguay con sus quince mil jinetes para amedrentar a carcajadas y sin disparar un tiro a los lujosos macacos del Imperio y al salvaje colorado y unitario Flores, sostenido por el oro escondido de los porteños de Buenos Aires. Los sanduceros soñaban secretamente.
– Ojalá les llegue… -dijo Martín Zamora.
El inglés soltó una risa muy seca, demasiado estentórea para la cavidad del calabozo. Movía la cabeza a un lado y a otro, como si tuviera abejas en el pelo, como si todo le resultara inverosímil, desquiciado, fuera de lugar.
– Créame, Zamora: si cada esperanza fuese un árbol, Asunción, Montevideo y Paysandú serían invisibles en medio de la selva… Que no esperen a nadie, que lo único que habrá de llegar son las inevitables crueldades.