39244.fb2
15 de diciembre
Sin despedirse de nadie, Martín Zamora abandonó la casa de la familia Orozco antes del amanecer. Salió a la calle sosteniéndose en una sola muleta y apoyando cada dos pasos el caño del fusil en el suelo. Reconoció los alrededores desolados y anduvo tres cuadras bordeando los cráteres de las veredillas de 8 de Octubre, ocupadas por soldados macilentos y hoscos a causa de la mala noche, hasta encontrar amparo en la trinchera ubicada frente al almacén “El ancla dorada”.
Al verlo llegar, los tres guardias nacionales, desarrapados y oscuros, que vigilaban de pie hasta donde se perdía la calle Treinta y Tres Orientales, le prodigaron una afectuosa bienvenida al mundo de los vivos, pues dos de ellos habían estado en la misma balacera en que él había caído y en la que el gigantesco negro Guite le había perdonado la vida al ladrón de ajos.
Martín Zamora hizo bromas acerca de la inmortalidad de su pierna rota y se metió como pudo en el socavón donde unos veinte hombres tomaban mate y conversaban en voz baja sobre la escasez cada vez mayor de fulminante para los fusiles. Otros, acostados sobre tablones que los aislaban del barro aguado provocado por la lluvia, dormían como si el mundo fuera otro.
Mirándolos al pasar, rozándose con miradas en las que parecía acumularse el hastío, Martín Zamora eligió sentarse al lado de un hombre que roncaba hecho un ovillo en el zanjón y luego de estirar a medias la pierna herida, se entretuvo en armar un grueso cigarro.
– Usted siempre se las arregla para juntarse con las pulgas… -le dijo uno de aquellos hermanos Warnes con los que habían tomado la casa de los Ribero, señalando con el mentón al hombre que descansaba de espaldas a su lado.
Se estiró, examinó al durmiente y comprobó con sorpresa que se trataba de un inglés muy ufano de su sueño, un sueño más propio del gozo menudo de un par de horas apacibles, que del cansancio incontenible de la tensión de una trinchera.
– Coño, es Harris. Déjelo que duerma… -pidió mientras encendía el tabaco.
Sin embargo, su amigo el inglés debió interrumpir abruptamente su sueño de la madrugada, debido a la algarabía que provocó la aparición de una inesperada visitante. Era una joven mujer de cierta alcurnia llamada Magdalena Pons, hermana del teniente Rafael Pons, quien inadvertida consiguió abrirse paso por la esquina del almacén “El ancla dorada”, burlando la vigilancia del enemigo, y allí estaba, al pie de la trinchera y metida entre los hombres.
Nadie hubiera dicho que era una mujer cuya vida entre Paysandú y Montevideo se guiaba por las fiestas y por los ayunos dictados por la Iglesia, pues se la veía desgreñada como una loca de los campos, encascarada de barro desde los botines hasta los dobladillos del vestido y alterada por la urgencia de llegar hasta el coronel Gómez, pues dijo que venía desde la capital, solo para traer un par de valiosas comunicaciones del gobierno.
Un joven alférez de barba negra apellidado Sánchez, perteneciente al escuadrón Raña, se aproximó y llamó a Martín Zamora, al menor de los Warnes y a Raymond Harris, para que lo acompañasen en la escolta de la dama hasta la Comandancia y le asegurasen el último tramo entre los escombros.
Cuando ya habían llegado a las proximidades de la plaza de la Constitución, la señorita Pons, quien no dejaba de parlotear como un loro y exhibir un cierto aire de mandona de zona céntrica de la capital, reparó de pronto en el andar desquiciado de Martín Zamora y aseguró compasiva que él y todos los lisiados de Paysandú tendrían en pocos días una asistencia como Dios manda, con ensalada de legumbres frescas, sábanas blancas y monjitas de la caridad prodigándoles cariños y agradecimientos por el sacrificio realizado.
Y cuando el alférez Sánchez le preguntó a qué se debía su optimismo, apareció ante ellos el capitán Hermógenes Masanti, quien la reconoció de inmediato.
– ¿Qué la trae por aquí, señora?
Ella se tomó su tiempo para responder y pronunció las palabras mejor bienvenidas de aquel día:
– Traigo noticias para el Comandante… El Ejército de Reserva del general Juan Sáa viene marchando en auxilio de ustedes.
– ¡Yes!… -exclamó Raymond Harris sin poder reprimirse, dando con fuerza el puño de una mano sobre la palma de la otra. Era evidente que ya se veía lejos de Paysandú y en su casa de Gibraltar, a buen resguardo de todos los enemigos del mundo.
Entusiasmado, el capitán Masanti la tomó de un brazo y la condujo al interior, sin percibir que los tres hombres que la habían custodiado hasta allí, también ingresaban al recinto donde estaba el coronel Gómez y casi todos los integrantes del Estado Mayor.
– Venga, dígale al Coronel lo que acaba de decirme.
El Comandante, herido y vendado en su cabeza, se acercó para estrecharle las manos y al verla tan desaliñada y tensa, se condolió caballerosamente de las calamidades de su odisea para llegar hasta allí y la invitó con calidez a sentarse.
– Antes que nada, don Leandro, usted ya no es coronel… -dijo ella al tiempo que le extendía un sobre.
– ¿Qué dice usted? ¿Me han degradado acaso?
– Nada de eso… -respondió la mujer con una sonrisa muy pálida y serena-. El presidente Aguirre ha premiado su resistencia con un ascenso aplaudido en todo Montevideo, se lo puedo asegurar, quemaron todos los tratados con el Brasil en la plaza Independencia, las campanas tocaron a vuelo y hubo salvas de cañonazos en honor a ustedes. No se imagina lo que era la ciudad. Hubo mítines populares frente a la casa del agente paraguayo Brizuela y los manifestantes recorrieron las calles con banderas uruguayas y paraguayas entrelazadas, festejando la noticia de que el mariscal López está atravesando Corrientes para venir hacia acá. A partir de hoy, don Leandro, es usted General del Ejército Nacional por derecho propio. Y además, tendrá el apoyo del general Sáa que ya está marchando hacia aquí.
Harris, el menor de los Warnes, Martín Zamora y el alférez se habían quedado en las inmediaciones de la puerta, muy detrás de ella, viendo cómo Azambuya se cuadraba y saludaba a Leandro Gómez, mientras los demás aplaudían y movían las cabezas, como si todo lo que ella acababa de decir les resultase increíble.
El flamante general se quedó pensativo, se acercó al grupo y desde su altura miró al alférez Sánchez a los ojos. Aún levemente encorvado, con las charreteras espolvoreadas de escombros y desmadejado por el cansancio, era notoriamente más alto que cualquiera de los que estaban en el recinto de la Comandancia.
– Alférez… ¿se anima usted a pasar esta noche, a pie, entre las guardias enemigas?
– Me animo a pasar, mi general.
– Tendrá que aprovechar la oscuridad de la noche y arrastrarse como una culebra a lo largo de cuarta legua…
– Me arrastraré, mi general…
– Si lo sienten, es seguro que lo fusilarán…
– Haré lo posible, señor…
– Bien… -aprobó el general Gómez mientras tomaba asiento frente a su mesa y comenzaba a escribir una carta-. Le voy a confiar una importante comisión.
– Ordene, mi general…
Durante un rato no se escucharon más que los roces enérgicos de la pluma sobre el papel, mientras los demás conversaban en voz baja con la señorita Pons. Cuando terminó, el general Gómez tomó la nota, sacó del cajón de la mesa seis onzas de oro y se acercó nuevamente al alférez.
– Tome este dinero y una vez lejos de las fuerzas enemigas, compre un caballo y una montura, busque al general Sáa y entréguele esta nota. Pero antes, léala en voz alta aquí mismo, pues en caso de perderla o de que se vea obligado a deshacerse de ella, debe saber lo que tiene que comunicar…
Sorprendido, el alférez Sánchez carraspeó, se rascó su barba negra y sin mirar a los presentes, desplegó la nota y la leyó con una graciosa voz de escolar envejecido:
– “Al señor Comandante en Jefe del Ejército de Reserva, General Juan Sáa… Señor General: El infrascripto, Comandante Militar al Norte del Río Negro, ha recibido aviso del Ministerio de la Guerra, de que Usted viene en marcha con el Ejército de su mando en protección de esta Plaza. En consecuencia, pongo en su conocimiento que el día 6 de este mes ha sido bombardeada la Plaza por la armada brasileña que se encuentra fondeada en este puerto, y que simultáneamente hemos sido atacados por el ejército del traidor Venancio Flores, el que ha sido completamente rechazado con pérdidas de gran consideración.
El ejército rebelde cuenta con casi 4.000 hombres de las tres armas y con una batería de seis piezas de artillería. Si el Ejército de Reserva que Usted comanda no tiene fuerza para librar con éxito una batalla campal, convendría entonces que contramarchara, pues indudablemente al ser sentido, el vándalo Flores marchará a su encuentro. La Plaza tiene víveres sobrados para resistir un sitio de dos meses y la guarnición es más que suficiente para rechazar al ejército enemigo, si nuevamente intentase atacar. Dios guarde al señor General…
Leandro Gómez…”
El joven oficial guardó la nota y miró al General y a los demás, como si esperase algún tipo de aprobación.
– Eso es todo, alférez… -dijo el General, haciéndole la venia primero y tendiéndole la mano después-. Ahora, vaya hasta donde lo lleve Dios y gánese los próximos galones…
Cuando escuchó el tramo que refería a “víveres sobrados para resistir un sitio de dos meses” y que la guarnición era “más que suficiente”, Martín Zamora recordó el guiso agriado y rociado por tres limones de doña Leticia Orozco y pensó: “Vaya sarta de exageraciones… Este hombre está loco…”.